Aquí me tenéis ya maduro y bien situado. Con familia
numerosa, casa, perros, conejos y todo lo que cualquier hombre pueda
buscar en una vida que podía haber sido mejor y también muchísimo peor.
Soy un profesor de los de toda la vida, con mis preocupaciones
pedagógicas, dentro de lo que se puede considerar normal, con sus
disgustos profesionales, muchos de ellos sobrevenidos por mi talante poco
diplomático y con una vida interior bien repleta y una vida privada
también repleta.
Un día Rosina, mi fámula y ahijada, estaba lavando unos zapatos míos,
de esos de piel de la buena, y sonreía al tiempo que negaba con la cabeza.
–¿Dónde se habrá metido el señor Don Praxe para traer los zapatos de
esta forma?
–Y ¿dónde te metiste tú con tus zapatos azules?, dije con mueca
socarrona.
–Y usted ¿Qué sabe de todo eso?
–Yo sé muchas cosas de ti, aunque reconozco que las molestias del
embarazo las tapaste bien ¡Eh! No te había notado nada, si no, puedes
estar segura que las cosas hubieran marchado de otra manera.
Estando embarazada de siete u ocho meses tuvo que ir al hospital, para
que le hiciesen un análisis de orina y alguna otra prueba, porque el
médico se temía una infección seria de riñón.
–Mira que te tengo dicho que te tapes, ahora mira la que te has
pillado. Manía de ir enseñando el borde de la braga y un trozo de barriga.
A nosotros de jóvenes, también nos gustaba llevar la contraria en el
vestir, pero yo los agujeros del pantalón los llevaba en una pernera, que
es mas sufrida. El caso es que Rosina se puso un vestido azul sin marcar
el vientre, a juego con sus zapatos y salió a la calle en busca de un taxi
que la llevase al Doce de Octubre.
Estaban haciendo unas obras justo a la salida de casa. Unas obras de
construcción de un pequeño parque donde hasta entonces sólo había existido
un solar embarrado lleno de coches anárquicamente aparcados a la sombra de
algunos sauces japónicos.
A la salida del barrizal que por entonces estaba medio seco por la
falta de lluvias, los obreros habían comenzado ya a construir una pequeña
escalinata y una rampa. Rosina no se conocía las novedades y antes de
poder ser advertida por uno de los que allí trabajaban, quien se quedó
parado en su amago informativo, ella ya se había metido en la rampa
recientemente cubierta con una mezcla de barro y yeso que se quedó pegado
a los zapatos azules, transformándolos en albarcas grises.
Madre mía, en lugar de volver a casa y cambiarse, Rosina decidió que no
tenía tiempo y buscó unos papeles en el bolso. Con ellos se quitó lo
gordo, pero los zapatos tenían un aspecto penoso y ella no quería de
ningún modo entrar así en el hospital.
–¿Qué van a decir los doctores? Pensaba ella que no quería llamar la
atención bajo ningún concepto. Así que entró en una droguería y pidió una
esponja para limpiar los zapatos.
–Sí, ésta está muy bien, acaba de salir al mercado y limpia y
abrillanta los zapatos aunque estén muy sucios.
Pagó y llamó a un taxi, se le hacía tarde para la cita del doctor y
dijo al taxista que fuese ligero, porque estaba mala y tenía que verla el
Doctor. Y cuando el taxi hubo arrancado en la dirección indicada, ni corta
ni mucho menos perezosa, se quitó un zapato y empezó a darle lustre con
firmeza y cuando estaba terminando con el segundo zapato y había dejado el
suelo del taxi manchado de granitos de tierra, el taxista que no dejaba de
contemplar la curiosa escena por el retrovisor, saltó diciendo:
–Mire Usted que he visto cosas raras, porque yo aquí en mi taxi he
visto absolutamente de todo, pero esto de venir al taxi a limpiarse los
zapatos, mire usted, se lo juro por mi madre que no lo había visto nunca,
vamos que tiene miga la cosa, cuidadito cómo me está usted poniendo el
suelo. Mire, porque yo a una mujer embarazada no la dejo tirada así como
así, pero se lo hubiera tenido usted muy bien merecido.
Rosina no es mujer de sonrojarse, aunque la llamen de usted y sí de
disculparse y salió airosa del trance consiguiendo que el taxista la
dejara justo en la puerta misma con una sonrisa.
–Anda, que te vaya bien.
–Gracias, muchas gracias –dijo ella entrando con los zapatos azules
bien limpios, a juego con su vestidito.
Y mira por dónde ahora me ha pillado a mí con las manos en la masa, con
mis zapatos marrón claro, recién comprados, fabricados con una piel que es
un chollo, porque desde el mismo instante que te calzas, se adapta a tu
pie con una suavidad que te habla de los verdaderos adelantos de la
humanidad en los países ricos.
Yo llegué a casa haciéndome cruces por que no hubiera nadie y así poder
meter los zapatos bajo el grifo sin compasión por el animalito que tan
generosamente me había cedido la piel, pero estaba Rosina y cuando los
vio, me dio rápidamente las zapatillas y me dijo que no me preocupara, que
ella los dejaría otra vez nuevos y mi vergüenza aumentaba a medida que iba
recordando lo que había pasado.
Digno hermano y emulando a Óscar y Mercedes, salí de mi trabajo en
Barrio Nuevo, para dirigirme a nuestra kelly recién estrenada, donde
siempre al llegar, respiraba y gozaba un rato de la belleza del paisaje
que puedo ver desde mi salón, desde mi jardín y desde cualquier habitación
de esta casa mágica. Y como el jardín estaba el pobre todavía sin césped,
ni árboles, ni flores y acababan de plantar un montón de especies
botánicas en aquel parque, pues pensé que los cepellones no habrían
arraigado fuerte y que la tierra blandita me permitiría hacerme con alguna
que otra planta. Así que sin poder contenerme, dejé el coche aparcado al
borde del parque y el maletero entornado para meter las plantas y salir
jalando virutas. Pero no es oro todo lo que reluce. Hundiéndome un poco
más de la cuenta en el barro, agarré una preciosa planta de hojas rojas,
que tenía unas espinas a prueba de ladronzuelos de poca monta, mecachis en
la mar, esa de allí no falla y amparándome en la soledad que me
proporcionaba la lluvia templada que caía copiosa, trinqué romero y
manzanilla y me propuse coger una planta cuajadita de flores blancas,
bellas para mi jardincito. Y ahí me hundí hasta los calcetines, salí del
barrizal haciendo un esfuerzo y saqué unos pies que parecían los de la
estatua de Stalin, de lo grandes que eran, Los zapatos ni se veían, sólo
una gran bola de barro marrón claro, el color sí era el mismo. Y para
colmo, cuando regresaba hacia el coche con mi botín en las manos, (el
romero y la manzanilla) se cruzó conmigo un joven bermejo quien también
desafiaba a la lluvia otoñal y con una mueca que denotaba algo de ironía
teñida de reprobación, me dijo:
–Venga, que hay que favorecer el chalet...
–¿?
¡Vaya qué perspicacia, fíate y no corras!, pensé.
Y guardé misplantas en el maletero, lo cerré a toda prisa y me metí en
el coche dejando los zapatos fuera.
No sabía qué hacer, probé a pisar los pedales del coche con los
calcetines mojados, pero era imposible conducir así. Anduve con mis
zapatos en las manos hasta un charco de agua clara, donde con un guante de
los de arreglar el coche, les quité la mayor parte del barro y se quedaron
mojados, pero usables. Desnudé mis pies de aquellos calcetines empapados y
me puse mis rezumantes zapatos de piel buena.
Así conduje hasta casa, con tres palmos de narices y la promesa íntima
de no volver a robar plantas ni ninguna otra cosa, a no ser por causa de
fuerza mayor.
MARÍA GUINDO 2006