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BIBLIOTECA VIRTUAL DE MARÍA GUINDO:

Biblioteca virtual dedicada a las obras de María Guindo. Literatura para jóvenes y adolescentes. Narrativa indiscreta. Literatura educativa. Educación sexual, valores del siglo XXI.

¡VAYA NIÑAS!


Un día se presentaron en casa unas mujeres vestidas de negro hasta los pies y con unos gorros blancos alucinantes. El salón de mi mamá era muy bonito y grande y brillaba más que el oro, pero aquellas alas enormes puestas en las cabezas de las mujeres, casi hacían imposible la estancia de todas ellas allí, porque chocaban entre sí. Y con el ji, ji, ji, ja, ja, ja, entré empujado por no sé quien en aquel sitio y vi el espejo del suelo del salón pintado de palomas blancas con el culo negro. Malum signum. No me pareció un buen augurio, nos llenaron de besos y nos apartaban por género, igual que aparto yo hoy día a mis gazapitos cuando los estoy sexando: Se terminó la escuela laica para algunas: Cuatro niñas irían a las monjas, cuya Madre Superiora era mi tía Carina, prima carnal de mi madre. Mi padre accedió de mala gana, pero mi madre creía necesario ceder a los deseos de mi tía. En aquellos entonces la opinión de los componentes de la familia extensa, iba a misa. Alejandra era la mayor de las hermanas escogidas y se enteró del desatino cuando la decisión estaba tomada y la sentencia era firme. Ella lo tomó como uno más de los castigos gratuítos y arbitrarios que a veces sufríamos los niños en mi casa, o como una de las muchas losas con las que debíamos de cargar, porque sí. Mi madre, que pensaba que Alejandra tenía algo especial, le había animado a cantar delante de las monjas. Y ellas: ah! pues sí, sí que tiene bonita voz, bueno pues nada, que venga a clase de solfeo con Sor Ángeles, verá qué bien, pero yo sé muy bien que estaban pensando: que venga a clase de solfeo con Sor Ángeles que verás cómo le arrancamos de cuajo toda esa tontería de la música. Y es que el solfeo inyectado en las venas de los niños es lo ideal para fabricar malos músicos y para hacer que los niños odien la música o por lo menos, se desapunten. Alejandra iba a la capilla del colegio con un velo corto, blanco y de tul que le molestaba a rabiar, porque excepto el día de La Primera Comunión, que fue disfrazada según el gusto de la época, ella no había tenido que usar nunca el velo, ya que mi madre decía que con las cintas elásticas con que se sujetaban mis hermanas la melena, como eran anchitas, pues ya llevaban tapada la cabeza suficientemente. ¡Ay mi madre! ¡Qué genial! Si no hubiera sido por ella, a mis hermanas las hubieran convertido en mujeres arquetípicas del franquismo mas rancio. Y aún así sólo las más pequeñas y algunas de las grandes se han podido salvar. Pues, como iba diciendo, en aquella capilla ella daba rienda suelta a su voz blanca y de timbre puro, con un Tantum ergo Sacramentum compuesto por algún compositor mediocre del XIX y Joaquinita, una niña interna, cuyos padres no querían hacerse cargo de ella como es debido, la escuchaba encantada y preguntaba: - ¿Eres cantora? Alejandra, que consideraba que ser cantora era ya ser diva profesional, abría mucho los ojos contestando: - Qué va mujer, cómo voy a ser cantora Y Joaquinita subía los hombros sin entender muy bien la respuesta, porque allí las cantoras eran simplemente las niñas que habían sido seleccionadas para cantar en el coro, pero como a Alejandra todavía no le habían llamado para la prueba, no sabía qué era aquello y pensaba que aquellas niñas del coro eran eso: niñas del coro, como en su anterior colegio laico. Luego sí resultó seleccionada, junto a nuestra hermana Antonieta y comprendió el gesto de Joaquinita, pero nunca le explicó a su compañera el malentendido, porque Joaquinita era una interna apocada como todas las internas que iban vestidas de negro, de luto por la falta de cariño y era práctimente imposible hacerse amiga de una de ellas de lo mega tímidas que eran. No todas, porque había algunas que gritaban fuerte, para que las demás las oyeran. No se vestían y se ponían el baby encima de su ropa interior, sin uniforme por medio y parecía como si se exhibieran un poco más de la cuenta, creo yo que en un intento de hacerse notar entre la marabunta de niñas externas con uniformes modernos y que vivían en sus casas, con sus padres. Esas no le gustaban a mi hermana, pero a Joaquinita le tenía mucho cariño, aunque casi nunca hablaban y le daba pena su carita de niña resignada y su uniforme negro como la noche. Alejandra jugaba en el patio de las monjas con Antonieta, pero pronto ésta se fue con las amigas de su clase y ella se quedó sola. Hasta que conoció a su pareja natural, una niña de su edad, un pelín arrinconada, por ser también nueva y bajita, como mi hermana. Marieva era simpática, pero se lo tenía muy creído a sus once años, algo que le habían dicho en su casa: que tenía los labios como Sofía Loren y mi hermana miraba los labios de Marieva y pensaba: Pues no es para tanto, tú más que labios, lo que tienes es morro. Verdaderamente fueron las propias monjas quienes las pusieron en el mismo pupitre, cuando ambas acababan de aterrizar en aquél colegio majestuoso por fuera, con un edificio novecentista de caerse de espaldas. ¡Vaya propiedades tiene la iglesia y sus múltiples congregaciones! Hoy día con los pisitos de cuarenta metros, utilizar ese pedazo de edificio sólo para un colegio, parece un despilfarro, pero bueno, los colegiales también tienen sus derechos... Alejandra me cuenta que en los tres asombrosos años que estudió allí, le fue absolutamente imposible explorar la totalidad del edificio, es más: a parte de las viviendas de las monjas y las de las niñas internas, donde estaba absolutamente prohibido ni siquiera acercarse, la parte desconocida por mi hermana, debió rondar el ochenta por cien de todo. Y eso que pudo ver las aulas de primaria y de bachillerato, la lujosa entrada principal, encerada, de mármoles miguelangelinos, barandillas de oro y una portería donde estaba una señora que era la portera, pero que mandaba más que mi tía Carina. También llegó a conocer las cocinas y el enorme comedor, donde se servían los platos más repugnantes contemplados por mi hermana, excepto en la tele, en algunas películas asquerosas. Por supuesto se trabajó el enorme jardín, incluso por el lado de las rosas en sus incursiones secretas. Y los vestuarios para las clases de gimnasia (hoy, educación física), situados en una planta baja, tan baja que su visión rayaba en el nivel de las imágenes oníricas. Allí, en aquellos vestuarios de luz débil, totalmente forrados por dentro de armarios de madera oscurecida por el tiempo, que llegaban hasta el techo, con sus taquillas individuales y sus bancos de la misma madera vieja, podía mi hermana imaginarse todo tipo de historias fantásticas, aventuras con gente antigua, con espíritus del pasado, tesoros escondidos o manuscritos valiosísimos para las ciencias y las humanidades. Sin embargo, si abría a escondidas las taquillas aquellas tan rematadamente antiguas, no encontraba ni polvo. A lo sumo, algunas playeras olvidadas por niñas de promociones anteriores, o algún chándal de algodón purísimo de color índigo. Y salía a la calle y sus ojos claros se cegaban momentáneamente, como quien pasa en un momento del interior de una horrenda mazmorra al exterior y aparece en el medio de una preciosa rosaleda. ¿Quién se mataría a limpiar todos aquellos armarios y quién cuidaba de las rosas y de los artesonados en las techumbres de los claustros y de las columnas? Es posible que existieran allí mismo, monjas de segunda clase que al no poseer estudios, se encargaran de la limpieza y demás labores desprestigiadas. ¡Qué riqueza más esplendorosa! Ni una vez solamente guiaron las monjas a mis hermanas y sus compañeras por la parte visitable del edificio para explicarles las maravillas artísticas que se escondían entre aquellos muros de piedra de granito, entre gris y rosa, con pátina. Alguna vez en que Alejandra se adentró mas abajo o más a la izquierda de lo debido, le salió al paso alguna de aquellas fantasmagóricas mujeres, poniéndole claro con el extremo de la escoba a mi hermana los límites de lo que se podía pisar y lo que pertenecía al mundo de los intocables. La capilla era como una iglesia de las normales, esas donde los padres y madres con sus hijos mayorcitos, iban los domingos a oír misa. Alejandra no me ha contado que hubiera allí ningún retablo especialmente valioso, ni cuadro alguno excepcional, sin embargo ella siempre ha imaginado que un preciosísimo museo debía encontrarse en alguna sala fresca y con humedad relativa suficiente, donde aquellas monjas admiraban ellas solas la belleza de los cuadros y tesoros escondidos. El coro no tenía sillería y el órgano, junto al que mis hermanas cantaban con voz transparente y afinada, no era de tubos, sino pequeño y destartalado, de esos que se enchufan. Sor Ángeles lo tocaba corriente y una soprano de las internas mayores, con voz ya hecha, casi de coloratura, cantaba Jesús mío, yo no soy digna de tí y a la pobre Alejandra se le saltaban las lágrimas, aunque no fuera fan de Jesús, sino de La Virgen María. Pocos años después ya no fue fan tampoco de La Virgen María ni de nadie a quien no conociera personalmente, pero entonces, con once años, aquella enorme casa, con aquellos muros y ventanas enormes, aquellos pasillos largos como el tiempo de los niños, a los que llamaban galerías, por un lado le daba repelús, pero por otro, le atraía enormemente. Un día me lo confesó: - Práxedes, Antonieta y yo queremos irnos internas, queremos vivir en el colegio, lo hemos hablado y estamos seguras. Por lo visto, no soportaban más la presión que sufrían en casa, con los hermanos y hermanas mayores dando la vara, porque en mi casa, la edad era un grado y estaba en el ambiente que el hermano mayor podía mandar en el menor y hasta insultarlo, humillarlo y maltratarlo. Son cosas de la época, nos dicen ahora. Ya, ya, de la época: criminales excusas para tapar aquello de lo que está prohibido hablar. ¿Es que a los niños de aquel tiempo no les dolían las palizas ni las humillaciones? Y los castigos arbitrarios, ¿les fastidiaban menos acaso? Hoy día, en pleno siglo XXI, al menos un veinte por ciento de los niños sufren malos tratos a manos de sus padres o familiares, así que ahora también deben ser cosas de la época... Antonieta y Alejandra habían dicho a sus hermanos que querían vivir internas, largarse de casa, con sus once y doce años respectivamente, irse, huir: allí serían felices con otras niñas medio abandonadas y sin hermanos varones y adultos que las abofetearan a lo bestia. Hasta que al poco tiempo, mi padre se enteró, pero no de las bofetadas y de la violencia, sino de los planes que sus hijas hacían: no si ya decía él que las monjas iban a volver bobas a sus chiquillas. Se presentó en la habitación de las pequeñas y les preguntó muy directamente y a la cara: - Qué decís vosotras de iros internas, ¿es eso verdad? - Sí, contestaron muy flojito - Pues os arrascáis la barriga, de aquí no se va nadie. Y no se molestó en preguntarles qué razones tenían para haber elaborado semejante idea: Esas mujeres, que les comen la cabeza, para que profesen ellas también. Y se marchó pensando que había que volver al anterior estatus quo, es decir al cole laico de toda la vida, allí al menos, no harían proselitismo de nada. (Había un miedo en el inconsciente colectivo de los padres, no fuera a ser que las hijas se metieran a monjas, pues eso significaba casi tanto como perderlas.) A veces comprendo a esos famosos de la tele cuando dicen que ser hijo de famoso les acarrea problemas. Lo que pasa es que para ellos las ventajas suelen ser superiores a los disgustos, al contrario de lo que pasó a mis hermanas en el colegio que dirigía como madre superiora mi tia Carina. Había monjas que se llevaban bien con la súper y que la apoyaban, pero había otras que la odiaban y rechazaban su autoridad y esas mismas les tenían gato a mis hermanas, en lugar de enchufe. Así es la vida: cuanto más piensan los otros que eres un enchufado, más pillado andas entre redes de dimes, diretes, afectos y desafectos, rumores y chismorreos a secas. Basta que Alejandra se llevara bien con Marieva, la de La Puerta de Toledo y que estuvieran siempre jugando en el patio y correteando por las largas galerías, los váteres, y hasta en las clases, para que las mismas reverendas que las habían unido, decidieran en conciliábulo, separarlas. Así que si el primer año las amigas lo pasaron en el mismo pupitre, el segundo año, estando en la misma clase, colocaron a cada una en una esquina. A mi hermana, en la primera fila esquina derecha y a la otra, en la última fila esquina izquierda. Pobre Marieva. ¿Quién sabe si dejó de estudiar tempranamente para colocarse, o sea, ponerse a trabajar con quince años, por no haber podido asistir a las explicaciones tan de cerca como hubiera sido necesario? A Alejandra le buscaron una nueva compañía: Isidorita, una niña de una pieza, deslenguada como pocas, alegre y reidora hasta partirse en dos con ella. Alejandra se alegró, porque a partir de entonces las clases se convirtieron en el show más divertido del mundo. Literalmente ambas niñas pasaban las clases riéndose y las profesoras/monjas, callaban, para después, entregarles unas bastante rebajadas por su mala conducta. Alejandra parecía el diablo, sobre todo junto a Isidorita, las monjas estaban, desde luego, que no daban una. La niña reía en las clases con la interna de pueblo malhablada y descarada y jugaba en el patio con la externa venida de La Puerta de Toledo (Marieva), resabiada y algo retorcidilla. Alejandra ingenua como un ángel encontraba en ellas el reverso de la moneda, su complemento más especial. Y mi hermana Antonieta, que era otro ángel, jugaba muchas veces con ellas y si se les unía Laura, que era alta, rubia, pretenciosa y algo simplona, entonces teníamos ya armada la de San Quintín. Aquellas niñas, dos de las cuales eran aves canoras, se escondían en los váteres para no ir al rosario en la capilla y en cambio, poder hacer de las suyas en cualquier parte de aquella maravilla edificada, vacía y muda. Pero ellas reían y a veces eran tan grandes las carcajadas que alguna novicia de guardia pudo oírlas y guiándose por las voces agudas de las pequeñas revoltosas, llegaba hasta la galería, donde ellas como ratoncillos, desaparecían de pronto, metiéndose en los aseos y pensando que la monja seguro que no miraría allí, decidían introducirse las cinco en uno de los minúsculos retretes, subiéndose al inodoro para que la novicia no viera de pronto diez pies bajo la puerta. Pero las risas eran tales, que se las descubrió sin remedio y muerta de miedo aquella joven monja se atrevió a decir: sortite via sortite (5) Así que mis hermanas adquirieron la fama que ya nunca más soltarían de sinvergüenzas y descaradas. Algunas profesoras profesas decidieron no dar tregua a aquellas dos enchufadas insoportables y estando un día Alejandra esperando a Marieva que era un poco lenta para recoger sus cosas, a la hora de comer, llegó la de francés algo sofocadilla y sin decir oxte ni moxte, las dejó allí en el aula encerradas con llave, porque no podía soportar más a esas dos... vaya usted a saber en qué acabarían, pero ella votaba por calificarlas de predelincuentes. Y encerradas mi hermana y su amiga en aquél aula, lo primero que hicieron fue subirse a una de las ventanas, protegidas con gruesos barrotes cuadriculados. Y para matar el tiempo, iban saludando y despidiéndose de las otras niñas que comían en casa y pasaban justo por debajo de ellas. -adiós, adiós que comáis bien, que nosotras estamos castigadas sin comer y encerradas con llave, adiós Y las otras niñas que no daban crédito a lo que veían: -cuidado que se os ven las bragas. -¡Bueno, ¿y qué? Pronto se acabó la juerga, se marcharon las compañeras viandantes y quedaron sólo algunos vecinos contemplando el estilo pedagógico de las monjas modernas -¡Jesús hay que ver! Y mi hermana dijo: -Oye, ¿y por qué no nos largamos, que tengo hambre? -Pues no sé cómo, si estamos encerradas -Por la ventana, mujer ¿No ves que cabemos? -¡Anda, ya! -Que sí, mira cómo meto la cabeza -¡Pero que este rectángulo es muy pequeño! -Ya y qué, si cabe la cabeza, cabe todo -Tu culo no, desde luego -Oye, que yo soy delgadita. Es el uniforme que me lo compraron crecedero y me sobra tela por todos lados, mira: Y Alejandra, no sé cómo metió la cabeza por el rectángulo y posteriormente fue deslizándose, naciendo de nuevo hacia la luz y la libertad, sacando sus hombros, primero uno y después el otro y agarrándose con ambas manos para no caerse fue exteriorizando su tronco, sentándose en el poyete exterior y sacando por fin las piernas. -Tampoco es tan difícil, prueba tu Y también Marieva volvió a nacer, aunque en ella, me parece que no se operó la reestructuración cognitiva de mi hermana y siguió siendo pretenciosilla y simplona. Ya en la calle libres, corrieron como liebres, como si hubiesen estado años entre rejas. Dieron unas cuantas veces la vuelta a la manzana, hasta que no pudieron más y muertas de risa y de cansancio, pararon por fin. -Y ahora, ¿qué hacemos? Preguntó Marieva con una sombra en su carita. -Lo mejor es que entremos, digamos lo que ha pasado y vayamos a comer. Y entraron por la puerta grande como grandes damas o grandes abadesas y no unas mocosillas a quienes todos habían visto las bragas. -Cielo Santo, exclamó la portera chismorrera, cuando vio a aquellas dos, como si de aparecidas se tratara. A mi hermana no se le daba nada bien mentir y siempre lo contaba todo. Una ventaja, sin duda, para sus preceptoras que no ganaban para sorpresas. Así que relató lo sucedido en pocas palabras a la pálida portera que andaba relamiéndose de gusto intelectual al ir ya planeando cómo daría a conocer todo lo ocurrido de pe a pa a las diferentes Sores, según categorías. Y la pobre Alejandra pasó al comedor y asistió a las clases de la tarde con el comecome de la fechoría que había hecho casi sin darse cuenta, de pura inocencia, mientras que Marieva pensaba sin duda aprovecharse de su papel de simple seguidora a las órdenes de quien había urdido todos los planes: No sabía, no contestaba. Pero al pensar en la cara que habría puesto Sor Anunciación al ver el aula cerrada y vacía, pensando que sería obra de Satán, pues sólo ella tenía las llaves, imaginándose en su credulidad monjil todo tipo de horribles destinos de las criaturas que, sin encomendarse a dios ni al diablo había encerrado allí, sin razón alguna que pudiera justificarlo, Alejandra sentía para sus adentros que la monja se merecía ese susto de muerte. Se enteraría todo el claustro, todo el barrio, quizá saliera en los periódicos, se enteraría todo el mundo. Su rostro permanecería rojo de ira y de vergüenza y su incompetencia y falta de responsabilidad quedaría patente. Pobre Sor Anunciación, en lugar de dar clase de francés, se pasaba el tiempo enrojeciendo y palideciendo, hasta que de pronto dijo: -Pérez, acércate, por favor. Alejandra se acercó, subió a la tarima y se puso al lado de la monja, quien con la voz en un suspiro acertó a preguntar -Dime Pérez, ¿y os ha visto mucha gente? -Pues no sé, hermana -Pues tú fíjate, la gente que os haya visto saltar, lo que habrá pensado del colegio y claro, tú eres responsable de esto. -Sí, hermana -Mira, va a ser mejor que Sor Carina no se entere. A cambio vas a ir a ver a Sor Sara. Ella te impondrá un castigo y te prohibirá jugar con Marieva. Sor Sara, la Vice, no castigó a mi hermana, que fue acompañada por mi otra hermana, Antonieta y no por la malhechora, Marieva a quien no dijeron ni pío. De esta forma todo quedaba en familia y lo más discreto posible. ¡Qué suerte tienen algunas! La Vice preguntó: - y ¿cómo es que salísteis por la ventana? - porque estaba cerrada la puerta - y ¿por qué no esperásteis que os abrieran? - Sor Sara, teníamos hambre Sor Sara se echó a reir, como su tocaya en La Biblia y decidió que aquella niña no merecía castigo, sino quizá premio, creemos que pensó que su colega se tenía merecido lo que le había pasado, por soberbia, que eso las monjas lo castigan mucho y Sor Anunciación se tenía creído que era la más guapa (y lo era) y la más lista (y no lo era) Luego, ni los padres de Marieva, ni los míos tuvieron conocimiento del hecho. Las monjas se lo callaron, no se lo contaron ni a los respectivos padres, ni a mi tía. Y mis hermanas, imagínate: mutismo selectivo. Ni palabra.

María Guindo, septiembre, 08

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