La Verdadera Historia del Coro del Seminario




Perder mi Coro ha sido mal asunto y muy amargo. Ha sido como perder el mejor amigo. Este amigo fue algo que me vino dado en un momento de mi juventud y así como llegó, como un jilguero se fue volando, sin hacer ruido y dejándome la soledad por compañera. Abandonado como los muelles en el alba, sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos... No me quejo, sólo cito a Neruda, que me gusta y que además ya se queja él por todos nosotros, no creo que fuera yo a construir frases tan hermosas con tan triste objeto. Esta historia es de aventuras intelectuales, artísticas y amorosas. En ella encontramos también enredos, cotilleos y malentendidos. Y lenguas dobles de esas que todo lo enredan, así como algunos inocentes e ingenuos que se sumergen en todo el lío sin enterarse, hasta que ya no pueden salir y quedan presos ahí y medio ahogados. Pero para que vayáis haciéndoos una idea, la historia os la voy a contar desde mi perspectiva, que es la verdadera, desde luego, porque no sé qué tiene la gente en la cabeza para poder distorsionar la realidad alegremente. Yo como no soy capaz, si cuento una cosa, tiene que ser tal cual.


I El día que entré en mi primer ensayo, conté diecisiete cantores más el director y me dije: -Mira qué casualidad, igual que mis hermanos y mis padres, los directores. Esto se pone interesante, porque tengo una relación con mis antecesores algo corta. Así que sin dudarlo, me busco esta sustitución y arreglado. Y desde ese mismo instante me impliqué con todos los del Coro como si fueran hermanos de sangre y leche y nunca mejor dicho, que los hermanos suelen pelearse hasta sangrar, dándose leches a base de bien: el más grande es quien sacude y el más pequeño, es el que recibe, a no ser que tenga una buena defensa en alguno de los progenitores, en cuyo caso, basta con chivarse y hasta puede darle la vuelta a la tortilla. Como mis hermanos y hermanas pequeños, que iban llegando como nacen las setas en el bosque, como yo misma nací, así, por generación espontánea. De esa forma mi Coro me conoció y yo conocí a mi Coro, por una casualidad tan poco probable como todas las casualidades y acontecimientos de nuestras vidas. Mi tercera hija existía ya y era un bebé crecido y robusto, como mis otros cachorritos que estaban más que lustrosos. Yo es que le concedo mucha importancia al aspecto que mis crías ofrecen. Tanto da si han sido paridas por mí o por cualquier otra hembra, perrita o coneja de mi propiedad. Si eres buen observador, te puedes dar cuenta del estado de salud de la criatura, de su estado de ánimo y de sus sentimientos, sólo con mirar. Llegué a mi Coro porque llevaba muchos años queriendo cantar bien en un grupo que sonara bien, que cantase bien la música antigua, que no me obligara a llevar uniformes raros y que no estuviera permanentemente de gira, porque yo tenía mis hijas y no podía estar de viaje todo el día por ahí, como los representantes de mermelada. No quería representar a nadie, sino a mí misma, teniendo mi propia vida independiente, al margen de mi vida familiar, que por otro lado, era de lo mejor que había podido esperar. Como unos pocos años antes había empezado a estudiar lectura musical en una academia, recibiendo clases de un profesor que, por cierto, no os lo podéis imaginar, ni tengo yo palabras para describirlo, porque en general no existe ese tipo de hombres, ni siquiera en la televisión, de lo perfecto que era en todo. Aconteció que aunque el embarazo de mi segunda hija me animó a dejar la escuela musical, porque no tenía fuerzas para todo: trabajo, niñas, casa, música y vomitonas, el profesor se me quedó grabado en los sesos, tanto como el nombre del centro y cuando ya había parido a esa hija y aún a otra más, volví a plantearme lo del canto y empecé a aprender la solfa y el piano con treinta y pico años junto a mi niña mayor, que tenía ocho y era muy buena estudiante. Nos daba clase una pianista de cierto prestigio y nos poníamos ambas a su vera: La cría a su derecha, aunque en el dibujo le ha dado por meterse bajo el piano y yo a su izquierda y las discípulas nos pinchábamos mutuamente por ver quién de las dos avanzaba más aprisa. Así que me tomé los estudios con interés y conseguí un mejor nivel en entonación y lectura a primera vista, pero en piano y en ritmo, la muy sinvergüenza de mi niña, me tomaba la delantera radicalmente. El caso es que algo iba aprendiendo y cuando llevaba unos meses y sabía distinguir las notas y los bemoles, me presenté en la academia, como también podía no haber ido. Allí encontré el cartel que decía: No te conformes con cantar en la ducha, ven a cantar con nosotros. Ese tono desenfadado me sorprendió favorablemente, porque había tentado otros coros y siempre me echaba para atrás la cursilería y el exceso de reglamento. No lo dudé, llamé sin demora al teléfono que ponía allí y una Niña con voz muy dulce de soprano me dijo que si no sabía música, debería aprender, pero que si ya estaba en ello, quedábamos a tal hora en tal sitio. Al tal sitio no llegué a la tal hora, sino con quince minutos de retraso, de tal manera que ya la Niña se marchaba junto a un aspirante a cantor en la cuerda de los bajos, que había recogido en el mismo sitio y que sí había sido puntual. - Menos mal que estáis todavía. - Sí, hemos esperado un ratito, pero ya nos íbamos, hace mucho frío aquí. Y entramos en el metro siempre guiados por nuestra Niña que hablaba mejor que las ministras, como una catedrática hablaba y nos iba contando cosas del Coro, pero yo no tenía en ese momento oídos, estaba a lo mío, como suele sucederme siempre que algo diferente va a pasar. Estos músicos clásicos siempre tan listos, pensé yo que ya tenía claro en una clasificación muy grosera, que había dos clases de gentes listas: los ingenieros y los músicos de conservatorio, aunque ambos andaban algo cojos, porque la música está gobernada por el hemisferio derecho del cerebro y la ingeniería, por el izquierdo, con lo cual en este país, los listos eligen su hemisferio a cultivar, en el preciso momento en que eligen la carrera. Sin embargo,, en mi Coro muchos eran músicos y algo más que los perfeccionaba, como el maravilloso Alex que además de musiquísimo, era arquitecto y guapo. Y de esos había un montón ¡Vaya peña! esto sí merecía la pena en serio, nunca, nunca más me veré en otra como esa, ahí el aire olía a sabiduría y sensibilidad fina. Al salir del suburbano y aproximarnos a una calle céntrica, vi la silueta nocturna del Jefe acercándose a un bar. -Mira, ese de ahí es el director del Coro. Y reconocí en la oscuridad invernal a un tipo que había sido compañero mío en la facultad y que caminaba a grandes zancadas como quien va a hacer algo urgente. -¡Anda! pues si yo conozco a su hermano, que me dio solfeo en la academia. Y éste fue compañero mío en la facultad, hicimos juntos la carrera ¡pero si conozco a un montón de gente! No sé qué pensarán los otros, pero el director que delante de la basca se hizo el loco y aseguró que no se acordaba de mí para nada, estaba mintiendo como un sátrapa, sólo para que no creyeran luego, que si me escogía era porque me tenía enchufe, porque enchufe, os puedo asegurar que me tuvo el mismo día de nuestro reencuentro. La Niña y Malamoña, no perdían detalle y arrimaban la oreja sin cortarse, a todo aquello que diera luego lugar al más puro chismorreo y como listos que eran, enseguida calaron que allí había gato encerrado. Y se equivocaron, mire usted por dónde, porque no había nada encerrado, sólo un director bobalicón que metió la pata por querer ser demasiado prudente. Él, que tres o más veces me negó, me preparó días después un recibimiento muy apetitoso y creo que lo hizo en forma de desagravio y porque le apetecía tirarse el rollo. ¿Tres años en la misma clase y no me recuerdas siquiera de reflejo, como Platón? ¿Tú filósofo, además de director y no recuerdas, es que no tienes reminiscencias? le dije al tiempo que le mostraba el orlín o copia fotográfica empequeñecida de la orla, foto grandiosa donde salían muchos de nuestros profesores y catedráticos, más o menos fascistas, más o menos clérigos, junto a la mayoría de quienes nos habíamos licenciado en el curso aquel y le mostré dónde estaba él en la foto y dónde estaba yo y fue y dijo: -¡Oye, si no has cambiado nada! Me había sentado mal esa simulación del olvido de mi triste persona. La verdad es que sí, me sentó como si me hubieran negado la existencia previa a aquel frío día de diciembre, o la personalidad, o incluso la visibilidad, como si mi ser fuera tan poca cosa que hubiera que utilizar una lupa para descubrirme. Menos mal que no me creía mucho lo que El Jefe decía y tampoco le di mucha importancia. Enseguida se me pasó el enfado y el muy ladino intentaba arreglar el asunto diciendo algo así como: -Qué pena no haber reparado antes en que allí, en la facultad de Filosofía hubiera gente tan maja. ¿De qué se avergonzaba nuestro Jefe para no querer conocerme en aquel momento? Creo que tenemos varias posibilidades: ? De conocerme a mí, mujer infame, como a la vista saltaba. Ésta está descartada. ? De ser Filósofo. Descartada también. ? De tener como título superior, el de Licenciado en Filosofía y no un título Superior de Música, para el que tanto hay que esforzarse. Ésta parece bastante plausible, porque entre los músicos de este país se suele dar una hipercrítica interpersonal que les impide contar con naturalidad los logros académicos de cada cuál. Luego, las habilidades y logros individuales, saltan a la vista y en el fondo para ellos no hay título que valga. Nuestro Jefe tenía talento innegable, como conductor de grupos humanos en actividades musicales y artísticas en general. Igualmente bien hubiera dirigido un grupo de teatro. Al poco rato se dio cuenta de la injusticia que suponía negarme con tal desfachatez, más que nada porque de una u otra forma empecé a interesarle. Pero imagínate mi autoestima dónde se hallaba la pobre de cara al auditorio, por cierto bastante nutrido. ¿Qué pensarían de mí? Qué podía yo tener a simple vista, para que este mendrugo negara haberme conocido, durante tres años nada menos. Que no estamos aquí hablando de habernos visto una vez tomándonos algo, que una de tres: o él era idiota, o se avergonzaba de mí, o yo una mentirosa y una lianta. ¡Ay! Por aquellos días nació el primogénito de mi futuro director, lo que no fue cortapisa para que me telefoneara dándome fecha y hora con vistas a la audición de mi voz y la evaluación de mis dotes musicales y de paso el oportuno magreo de mi cinturita y abdominales, pues él ya sabía que había sido tres veces madre y claro, un parto, vale, un segundo parto, pasa sólo en hembras muy magras, pero de la flaccidez de un tercer parto no se libra nadie, siguiendo a Schopenhauer, quien en sus tiempos, no tuvo en cuenta la alimentación y el ejercicio propios de las jóvenes de finales del siglo XX.


II Y yo acudí no muy convencida y sí bastante mosqueada al Seminario. Subí una escalinata, atravesé la recepción y unas vidrieras convertidas en puertas, seguí por un gran pasillo que formando un cuadrilátero, rodeaba el claustro. Bajé unas escaleras mucho más estrechas y oscuras, seguí caminando por otro gran pasillo en el piso de abajo y por fin, vi una luz un poco más intensa: La luz del Aula de Música del Seminario. Faltaba media hora para el ensayo y el dire estaba ahí esperándome al piano. No voy a regodearme en cómo me tocó la parte de la cintura y las caderas, por encima de la ropa eso sí, al fin y al cabo, no es que fuéramos republicanos yankees, pero ambos teníamos hijos muy pequeños. Lo hizo porque tenía que enseñarme a utilizar ese músculo llamado diafragma, como debe ser para una buena respiración abdominal y para conseguir un buen fiato. También me probó la voz y la memoria musical y me dijo que vale, que muy bien, que siendo antiguos compañeros, cómo no me iba a aceptar de contralto y yo le di las gracias, aunque el sobeteo ese, allí en aquella sala clara, todita de madera, en aquel ambiente sacro y lúgubre que nos rodeaba, en aquel silencio cómplice, creo que me caló hasta los huesos a pesar de todo y además, creo que a él le puso como una moto, lo cual no notaron los otros, porque nuestro Jefe era básicamente hiperactivo. Había que tener especial cuidado con esta situación, no fuera a ser que los demás miembros del coro se percataran y me fueran a hacer lo que los diez hijos de Lía y Jacob Hicieron con José, hijo predilecto del padre común e hijo de la predilecta Raquel, tal como nos cuenta la Biblia y sobre todo, Tomas Mann en José y sus hermanos (33) En una situación así puedes ser conducida al desierto y una vez allí, recibir más palos que una estera y acabar en un profundo pozo, sólo en apariencia cadáver y con más magulladuras y heridas que un Ecce Homo. Pobre José, no sabe él cómo le comprendo. Por suerte ya había leído con auténtica pasión el libro citado y además tenía la experiencia vivida en mí de cómo se comportan los grandes grupos fraternales, por lo que anduve con mas cuidado que una niña sola en la noche. Aproveché para cobrarme en especie los favores que le había concedido y cuando ya había tentado mi carne, le dije que tenía el problema del transporte a horas tan tardías a lo que contestó él que me podía dejar cerca de casa, porque tenía coche. Ahí empezó el principio de toda una historia de amor más falsa que las monedas de tres euros, pero que se convirtió en el dime y direte de muchos cantores a la hora de las cañas. Y me sonaban los oídos, por lo menos a mí, con unos pitidos, que ríete de la radial de los albañiles. Estaba pasando una racha (la racha de toda una vida) en que todo cariño, toda compañía, toda muestra de apoyo o de aprobación, me venían de perlas y aquellas pequeñas caricias de sorpresa, me parecieron como un premio y un refuerzo, del que luego me iba a ser muy difícil prescindir. Empecé a querer, aunque no a amar, al Jefe en ese mismo instante. Como él a mí, ya que tenía que cuidar de mi fragilidad emocional y delicadeza no demasiado clara, pero evidente para su sensibilidad fuera de lo común en un varón. Ni El Jefe ni yo entramos en la fase de atontamiento empedernido que conlleva el amor de Cupido. Mi tipo no era: A mí siempre me han gustado morenitos fuertotes y proporcionados y a poder ser, con ojos oscuros y chispeantes. Será la ley esa de la compensación genética, que Schopenhauer formula a su modo y manera en su libro Sobre el amor y las mujeres , aunque si me hubiera encontrado con él en una isla desierta, tampoco le había hecho ascos (creo) No voy a describir sus finas y artísticas manos, ni sus ojos sobremanera expresivos, ni su porte que convertía los defectos de fábrica en pura elegancia, ni su conversación dulce como pocas, con contenido, con gracia. No pienso describiros nada de él, ni siquiera sus mil defectos, que por arte y magia extramundanos, como mil virtudes aparecían. Suavidad, finura, terneza, elegancia, gracia y arte quizá también, encajaban a la perfección en su persona, pero no voy a contaros cómo, porque eso es asunto mio, ya que es mi pensamiento quien ha transformado la percepción de la realidad del Jefe en todas estas características y a buen seguro, muchos que le conozcan dirían no saber ni por lo más remoto de quién estoy hablando. Él (vanidoso) y su mujer (gobernanta) estaban convencidos del amor platónico que yo sentía por mi Jefe y así se lo escuché a la estricta por un milagro de la vida, cuando después de hablar un momento con ella por teléfono, quedó el contestador algo antiguo, conectado y pude escuchar en mi auricular toda la perorata que La Estricta soltaba sin decir él ni mú, acerca de los miles de mujeres, además de una servidora, que según ella, estábamos muertitas por los huesos del líder del Coro, que además era su marido y la pertenecía hasta en el habla y el pensamiento. -¿Enamorada platónicamente yo? ¿Yo a mis treintaitrés años platónicamente enamorada? Pero esa chica se cree que nos chupamos un dedo. Anda, que a quién se le ocurre, vamos. Cualquiera de las del Coro, enamorada de quien fuera, se tiraría al que fuera a la primera ocasión. Hoy día el amor platónico ya no se lleva en ninguna de sus acepciones cultas o vulgares. ? El amor platónico como amor imposible, es más de quinceañeras, pienso yo. ? El amor platónico como el de quien se enamora de alguien que no le corresponde y se arrastra como un perro ante la casa del amado (así más o menos lo explica el propio filósofo). Ésto hoy día queda sólo para los masoquistas sin remedio. ? El amor platónico como idea perteneciente al mundo de las ideas, inalcanzable como todo lo absolutamente ideal en este mundo nuestro, donde imperan la carne y los sentidos es, como digo, inalcanzable. No interesa. ? El amor platónico como acto de creación de algo bello y perdurable después de una preñez virtual que acontece en todo ser enamorado y que en nuestro tiempo ha sido explicada como un acto de sublimación freudiana y está reservado a unos pocos listillos, esta producción, como digo, se aleja demasiado del parto natural que da a luz el fruto del amor terrenal al que todos tienen acceso. ? De todos los tipajes semánticos referentes al amor que pueden extraerse de Los Diálogos, yo me quedo con el amor como fruición estética en la contemplación por un brevísimo instante del pálido reflejo de la Idea de Belleza que nos proporciona a veces la realidad a medias del mundo de las cosas. Es ahí donde a veces quedo prendada, prendida, preñada, y maravillada. ? Pero el amor que de verdad me gusta es el de este mundo, el antiplatónico, el de los sentidos, el gozo y el disfrute. Ya hace tiempo que los intelectuales europeos desmitificaron a los griegos y sus manías conceptuales. Ahora, por fin toca vivir sin remilgos y sin represión y toca apoyarnos en lo único que de verdad poseemos: nuestra vida, nuestros sentidos externos e internos, nuestros sentimientos y emociones y nuestra capacidad para conocer. Amor Platónico... vaya antigualla... Y ahora, me da a mí que pensar que en el fondo El Jefe relamiéndose estaba por cometer adulterio con las mil o hasta con las dos mil enamoradas si fuera preciso y aunque fueran platónicas o cartesianas, kantianas o nietzscheanas. Pero que, al ser su esposa de pies a cabeza un capitán de las milicias bolcheviques, pues sentía miedo y hasta angustia y se ponía morado de fantasiosos pensamientos en lo que ingenuamente llamaba: los placeres de la ducha y ¿cuáles son los placeres esos, vamos a ver? preguntaba muy displicente La Niña, que no era tan Niña y estaba a punto de casarse y parecía que no se comía una rosca que no estuviese consagrada, porque en aquellos primeros tiempos de mi Coro del Seminario, todavía le pesaban demasiado las ideas perversas que había aprendido con las monjas, como si fuesen ideas santas. - No, es que no sé muy bien a qué placeres te refieres con el uso de una simple esponja y del jabón. Otra mangante: ¡Anda ya! Por favor, por favor, si todo el mundo lo sabe, que viene perfectamente insinuado hasta en el Diario de Ana María, el colmo de la mojigatería, que muchas nos leímos a falta de otra cosa, cuando no éramos siquiera púberes y gozando sólo por estar en posesión de un libro prohibido. Pues volviendo a lo de antes, ese libro debió ser quemado seguramente en público en el colegio de monjas de La Niña, porque la tal Ana María explicaba en él sin mencionarla, una autogratificación surgida justo de la esponja y el jabón, el agua calentita y la lubricidad del fenómeno en su conjunto. Y La Niña, que no era tan Niña, sino que estaba próxima a cumplir los treinta y a casarse, era la única española que no se había enterado y no porque no estuviese al corriente de la mayoría de las cosas de este mundo real, ya que ella, como todos los del Coro, además de tener talento musical, era una excelente profesional en lo suyo. Más bien me parece que estaba actuando y lo que quería era entablar con El Jefe una conversación escabrosilla o picante que a ella le debía dar algo de morbo. Y como El Jefe no entrara al trapo en el bar donde los del Coro nos solíamos tomar una caña después de cantar, aprovechó que alguien hablase de una cantora llamada Kikina y con algo de picardía y gracia y para intentar escandalizar a las almas puras que presenciábamos el chismorreo y aún más, para que no la viéramos demasiado gazmoña, contó que cuando la conoció, se preguntó a sí misma: -Y cómo se llamará de verdad esta mujer, ¿Quizá María del Kiki? Yo entonces, no le reía las gracias ni a mi abuela, pues había adquirido un carácter serio a base de madurar demasiado pronto, casarme y licenciarme en letras con veintiuno, parir con veintitrés, opositar y aprobar con veinticuatro, empezar a trabajar de verdad y con nómina a los veinticinco, volver a parir con treinta, ser jefa de estudios con treinta y uno, parir de nuevo con treinta y dos y aparecer en el Coro del Seminario con treinta y tres. La Niña, cuatro o cinco años menor que yo, parecía una doncella de la china medieval, una de aquellas bellezas diminutas elegidas entre millones, para satisfacer el deseo erótico del emperador, quien tenía concubinas a docenas y todas preciosas: piel blanquísima y perfecta, facciones nobles, cabello negro, brillante, liso y suave, además de perfumado. Ojos negros como la noche, sin una pinta que afeara y una luz brillante en la pupila. Los pies pequeños, calzados con bailarinas negras, excitaban a los varones como en las fábulas orientales. Toda ella natural, como las bellezas naturales encontradas al buscar entre millones. Inteligente, locuaz y tan diligente como dirigente, porque si en el Coro del Seminario había un director, también es verdad que había una dirigente, siempre apoyada, siempre aconsejada por el malamoña de su futuro marido y dirigente consorte. Así que, como digo, el Coro del Seminario tenía un director musical, que era El Jefe y una gerente o dirigente que era La Niña, La Niña menuda, lista y guapa. Nadie se atrevía a desdecir a La Niña y ella cada vez estaba más segura de su poder y su gloria. Así salía ella al escenario como salía, que recordaba a aquellas discípulas escasas que en el colegio, subían a la tarima a dar la lección sin ningún sufrimiento, sino vivaces y contentas de poder utilizar su boca para, con sus palabras, dejarnos a las demás con la boquita abierta. Y de esta forma podéis ver cómo fui a topar con el único Coro de la ciudad, donde reinaba la entropía con gran ingenio, como muy bien dijo Ellen Sue en una alocución memorable que nos ofreció, cuando también nos dijo que entre otras cosas, veía muy necesario instalar un tablón de anuncios en la sede del Coro. Ellen Sue que sufría mucho, porque su oído absoluto, no le permitía tolerar los despistes armónicos, ni las disfonías fuera de contexto, ni los arañazos que entre todos íbamos dando al tono poquito a poco, hasta que al acabar la pieza, estábamos una segunda mayor por debajo del tono inicial. Ellen Sue sabía más música que La Niña. Cantaba muy bien y tenía la cabeza muy bien rellena de sesos, grises y blancos. Pero Ellen Sue, que era un pilar en mi cuerda, sin el cual la cuerda se venía abajo, abandonó el Coro del Seminario por falta de apoyo, por falta de cariño, porque tenía sobrepeso, era giry, no entendía la desorganización porque sí y no era reconocida en su valía por los más importantes del Coro. Yo sí se la había reconocido, sobre todo porque el día que estaba ella, era un día de fiesta para todas nosotras las contraltos, que inseguras, nos apoyábamos en su oído absoluto y en su canto que clavaba todas las notas, una por una. Tal vez, si hubiese entrado en la categoría de las vaginales, otro gallo le hubiera cantado. Ese nombre nos puso el misógino Malamoña, un menda que creía ser un genio y creía que tenía derecho a mandar, junto con su futura esposa La Niña, en el Coro del Seminario. Y así nos llamaba no sé si aludiendo a la nefasta división en dos categorías, que Don Sigmundo hizo entre quienes componemos el género femenino o si es que a lo mejor le daba morbazo imaginarse un Coro lleno de las míticas supermujeres, que nunca serían suyas. El caso es que El Jefe, en una de nuestras primeras conversaciones íntimas como amigos metiditos en su coche, me dijo que muchas cantoras se enamoraban de él y que Malamoña les había puesto ese calificativo y yo le dije: -¿vaginales o virginales? pues en el fondo las primeras siempre me han parecido anestésicas, por lo que se contentaban con el sexo más clásico, el más hierático y rígido y a veces, sin ninguno. -¿Y yo qué soy? - Eso lo sabrás tú. No me gustó la contestación, creo que ya el muy presumido se estaba imaginando que me estaba insinuando, deshaciendo de pronto la magia del momento que hubiera merecido la pena ser vivido y apurado hasta donde hubiera podido llegar: hasta la sonrisa, la risa o la carcajada. Vaya cardo, total para dejarte claro que en teoría no quiere nada contigo, tampoco hace falta ponerse tan borde, porque no debería uno hacer añicos un juego amistoso que ya ha comenzado y en el que se ha establecido complicidad, simpatía y empatía, sensaciones grandes, hermosas y juveniles, que tienen la virtud de darnos la felicidad del instante. Me temo que esto nunca llegó a entenderlo El Jefe, seguro como estaba de su aura de seducción universal y de que todas íbamos a lo mismo. Malamoña se dedicaba a la información del cuore, para lo cual desplegaba todas sus antenas de caracol, todas sus grotescas habilidades y su caradura para formular las más insólitas preguntas y creía saber o intuir quiénes y cuántos de los cantores estábamos prendados del Jefe y se metía sin ninguna gracia en las intimidades de cada uno. Empezando por él mismo, que sufría de celos insoportables cada vez que el totémico padre, se interesaba un poco más de la cuenta por alguno de sus rapaces. Pero dada la condición hetero del dire, los celos de Malamoña llegaban hasta la luna si el interés que nuestro pater mostraba, iba dirigido no hacia un buen cantor, sino hacia una hermosa cantora, recién venida y recién hallada entre las hembras con las que hubiera estado dispuesto a la procreación. Objetivamente, me parece que debíamos ser casi todas, para fastidio de su legítima Estricta, otra celosa sin remedio. Malamoña que había estado en la Atlántida o en la Antártida, nada menos, y que consideraba que sólo por eso ya tenía derechos extras, fue y me preguntó: -Qué tal, ¿Vamos a por las segundas nupcias? Me quedé pasmada y le dije que sí, que segundas nupcias por partida doble. Y se marchó preocupado, el pobre.


III A decir verdad, celos teníamos todos, porque para eso nos habíamos apuntado a una nueva familia, con unos nuevos y numerosos hermanos y un padre adorable y amante de sus hijos, tolerante, juicioso a la hora de corregirnos y por desgracia, casado con la madrastra de los cuentos, como no podía haber sido de otra forma, si tenemos en cuenta que todo el amor del jefe se iba para ella y nosotros, los lactantes, nos quedábamos sin nuestra racioncita. Cuando ingresé en esa maravillosa familia, no tanto por su funcionamiento y dinámica, cuanto por la hermosura intelectual de sus componentes, El Jefe acababa de reingresar y nos puso rápidamente a ensayar el próximo concierto que sería pronto. El Jefe buscó en esa ocasión dos conciertos en los que cantaríamos Lobe den Herren, Meine Seele y el Funeral por la Muerte De La Reina Mary. Él pensaba que era fundamental en una dinámica de grupos bien llevada, darle tanta importancia a la tarea que el grupo debe sostener, como a los entresijos y urdimbres que subyacen a toda trama y que nos aporta elementos emocionales y de sentimientos, para unos, y datos del cotilleo más castizo, para otros. Hay que hacer una buena faena entre todos, al tiempo que entablar relaciones cordiales y afectuosas, si queremos que el Coro no se autodisuelva o se escinda, como suele ocurrir. Pero el Coro del Seminario llevaba ya funcionando diez años y tenía unas raíces profundas. -¿Por qué echaron al Jefe dos años atrás, cuando aún no habían comprendido que no podían prescindir del padre sin sufrir una pequeña o gran psicosis, ya que aún mamaban de él? Fueron unos cachorros enaltecidos y demasiado orgullosos y la madrastra despiadada, que a veces trataba mal a los cantores de su marido y quería además manipular todo, también ayudó. El marido se dejaba manipular porque al fin y al cabo llevaban gananciales y de una manera u otra, con aquellos trabajillos de su esposa, barría para casa y los cantores al percibir que la madrastra había osado no sólo acercarse al seminario, sino encima traer más empleados a quienes el Coro debía pagar sueldo, viaje y dietas, se mosquearon muchísimo y creyeron descubrir que había que derribar al Tótem, había que matar al padre, para desterrar para siempre a la odiada estricta que intentaba, la muy simplona, hacer carrera a costa del Coro del Seminario, pues pretendía llegar a ser cantante de las buenas algún día en su vida y era tan corta de miras, que identificaba ganar dinero a través del canto, con cantar bien. Pero nunca, nunca se ha visto que alguien mate a su padre, sin sufrir después las consecuencias. Es un asunto delicadísimo que requiere toda nuestra atención y cuidados. Si el padre es bueno y tolerante con sus hijos, si ejerce con cariño de padre, no puede desaparecer de la memoria individual ni de la memoria colectiva así de cualquier manera, sino que los cachorros lactantes, buscarán sus pechos amados por todos los rincones de la tierra, aunque tengan que volver a someterse a los caprichos de la Reina Mora, su legítima esposa. Y así fue como ocurrió: Después de dos años La Niña llamó al Jefe para negociar una reincorporación al Coro, quizá bajo ciertas condiciones, que poco a poco irían cumpliéndose con más dificultad cada vez. Porque La Estricta no se podía estar quietecita y a lo suyo. Supongo yo, y esto no lo sé seguro, que El Jefe pidió a cambio de su vuelta, que dejaran meter el morrito de vez en cuando a La Estricta, sin rechistar. y quienes negociaban, La Niña y allegados, debieron decir: - Está bien, pero poco. Y fue así como El Jefe volvió a disfrutar de su querido Coro, aunque durante los dos años que estuvo fuera, entraron algunos cantores seleccionados por otro y claro, no podían ser tan buenos como los suyos. Qué dolido debió quedar El Jefe de aquella. Por suerte yo no viví esa triste experiencia y tampoco me quise enterar de los detalles. Tan sólo tomé nota de lo principal. A veces se quejaba: -Éste no es mi Coro, esto no suena como debiera y yo no tenía ni idea de por qué protestaba tanto, pero lo cierto es que había pillado manía a unos cuantos de quienes contribuyeron a las claras a su rechazo con patada en el trasero. Aunque no es menos cierto que algunos cantores, por no decir casi la mitad, no nos sabíamos las partituras. Y eso es algo que al Jefe no le entraba en la mollera, que ensayar una partitura a primera vista en coro de aficionados es poner el listón muy alto, por muy aficionados que fuéramos. Mejor hubiera sido, creo yo, ensayar a fondo las partituras una vez estudiadas, para lo cual era necesario avisar de lo que se iba a trabajar la siguiente semana. Pero no, cada día era una sorpresa y El Jefe nos pillaba con el culo al aire casi siempre, a quienes por desgracia, no leíamos a primera vista. La cuerda de las contraltos estaba herida de muerte. Tan sólo dos cantoras funcionaban y luego éramos tres que no teníamos ni idea y El Jefe regañaba mucho a la cuerda, pero a mí siempre me protegía, nunca me decía nada malo, después de aquel primer concierto en que cantamos para unos suizos y nos grabaron en vídeo. A partir de ese vídeo, otro día en el Aula de Música del Seminario, pudimos ver una reproducción del concierto en una tele colocada allí ad hoc y El Jefe llamaba la atención sobre La Niña y la seguridad y desparpajo que mostraba vestidita de negro y blanco y sobre mí por mi aire preocupado, tímido e inseguro. Yo sin embargo, me gustaba y así lo manifesté: -Pues yo bien guapa que me veo Y él vuelta a ponerme como ejemplo de cómo no hay que actuar en un concierto, hasta que me hartó y solté: - Anda majo, que la has cogido meona. Y se calló de una vez. De pronto apareció el Presidente de La Coral: un chico joven y guapo, pero raro en sus habilidades sociales y lo reconocí como uno con el que me había topado en el pasillo y ni me había saludado, ni me había dejado entrar. Entonces El Jefe nos lo presentó a los nuevos y yo dije: -Pues vaya Presidente que no deja pasar a las cantoras. Y El Jefe fue y soltó: -Pero ¿Qué me dices? ¡No le dejaste entrar, pero hombre! -Es que no la conocía y pensé que era... ¡un seminarista! Todo el mundo se partía el culo a mis expensas y yo enfurecida me enrabieté y saqué a relucir mi orgullo femenino, que también existe. - ¿Un seminarista? ¿Un seminarista yo? Oye Presidente, tú es que no tienes ojos en la cara o qué ¿Tengo yo pinta de seminarista? y me ponía muy erguida y hasta de puntillas, para parecer algo, después del bajón que me estaba dando a causa de los comentarios tanto del Jefe como de la ocurrencia del Presidente, pero ya se sabe que en esta vida el que se humilla será ensalzado y todo llegaría. Mi aterrizaje no fue precisamente glorioso, pero el tiempo me iría colocando donde me correspondía. Después de aquel día memorable yo seguí asistiendo a mis ensayos con puntualidad y me sentía feliz como pocas veces. Había que emprender una tarea importante: la preparación de algunas partituras del Oficio de Semana Santa, de T. L. de Victoria, responsorios que se solían cantar y todavía hoy se cantan, (aunque con aire más mundano, sin duda) por las fechas de la semana de vacaciones primaverales. Había que hacer publicidad y encontrar conciertos, que era lo que más nos costaba, debido seguramente a la entropía de Ellen Sue, de la que el Coro del Seminario no se desprendería nunca. Y todos sabíamos que Ellen Sue tenía razón, pero ella es anglosajona y nosotros latinos y teníamos formas diferentes de divertirnos. En este caso El Jefe quería desprenderse de una responsabilidad tan grande como liarse a buscar los garbanzos del Coro y dijo aproximadamente: -Alguien debe escribir una carta tipo para enviarla a instituciones, ayuntamientos, centros culturales y todo lo que se nos ocurra. Tenemos que buscar los conciertos que sustenten el trabajo de este trimestre. -¡A ver! Voluntarios, por favor... Silencio de redonda con calderón. No entiendo yo por qué se corta la peña, si es sólo una carta y levanté la mano. Pues debe ser que la dichosa carta era de suma importancia, porque al parecer, no bastaba con una pluma y El Jefe pidió al menos, otro voluntario y levantó la mano nada menos que el Presidente. ¡Vaya honor! Era el Presidente del Coro y se juntaba conmigo para la brillante tarea de escribir una carta. Con gran admiración recibí la maravillosa noticia que me embargaba de emoción. -Si es que soy un hacha, pensaba yo para mis adentros, cuando la realidad era que Jefe y Presidente habían pactado de antemano que sería él quien escribiera y cuando yo me metí por medio, no les quedó más remedio que admitirme, para que la máscara de la participación democrática no les cayera en medio del escenario. Decidí no pensar mal y vivir con gran ilusión la experiencia de quedar con el tipazo ese de Presidente. Alto, finísimo, gran intelectual, hombre de valía y joven, una maravilla. Aquella noche, camino de casa, le dije a mi Jefe que el presi había quedado conmigo en el conservatorio, edificio de importancia que por entonces, aún sin reformar, se destinaba a las clases de música y danza. - Es que este chico tiene un cargazo en el conservatorio ¿sabes? -¡Ah! -Sí es el vice... es el vice algo -¿El vice algo? -Sí mujer, es el vice..., bueno pues el... Vicecosa -Ya, el Vicecosa. Estos músicos clásicos siempre tan excéntricos Y con el nombre de Vicecosa se quedó el buen presidente del Coro, que desempeñaba un cargo en uno de los conservatorios de la ciudad. El despacho del Vicecosa era muy oscuro, antiguo y todo de madera. Nos pusimos a escribir sobre una mesa viejísima de castaño y aunque empecé con ganas de redactar, en seguida el Vicecosa, que tenía la carta ya escrita en su cabeza, fue imponiendo sus frases con gran aplomo. Cuando hubimos concluido su carta, me invitó a un pastel. Y desde entonces, me trataba genial, se ponía a mi lado para soplarme la música y me cantaba al oído, para que no se notara lo verde que estaba, cuando al Jefe le daba por separarnos de nuestras congéneres y nos obligaba a cantar perdidas y solas. ¡Gracias Vicecosa! Pero Malamoña no cesaba de cavilar e imaginarse la mejor forma de fastidiar a algunos y le dijo al Jefe: -Oye, que esto se cae más de la cuenta, yo pienso que cada cantor debe independizarse, para lo cual es muy bueno ensayar por cuartetos. Y el primer cuarteto que se formó contaba conmigo como contralto, mira qué casualidad. Malamoña y El Jefe estaban encantados de oírme cantar solita en mi cuerda y no sé si también de ver cómo sufría. Ancor que col partire, Io mi senta morire... Y mi voz aterciopelada de mezzo sonaba bien, aunque insegura y cuando ya habíamos terminado, Malamoña no pudo decir inconveniencias y quedó claro que yo sí merecía pertenecer al Coro por propios méritos y no sólo por enchufe. Loli, una soprano, me dijo que tenía una voz preciosa y yo que estaba lívida, se lo agradecí de corazón. Ahí no me estaba jugando ni un trabajo, ni un puesto, ni mucho menos el título de cantante, ahí me jugué yo mi sitio en mi Coro. Y El Jefe me dijo: -¿ves, cómo has cantado? - ¡A la fuerza ahorcan! Mira que hacerme pasar ese trago nada más empezar los ensayos. ¿Volvió El Jefe a montar otro cuarteto? No señor, el objetivo que era ver si una, era enchufada, impostora o cantora, había sido cubierto satisfactoriamente, al menos para mí, pues había salido cantora. Ya no hacían falta cuartetos, porque Malamoña no tenía nada que indagar, de momento. IV Y Malamoña tuvo que aguantarse y aguantarme en el Coro y darme las partituras igual que a todos, aunque pensaba que no las merecía. Pero algunos días se ensañaba y no me las daba, aunque se las pidiera y él haciéndose el loco y yo por no molestar en medio del ensayo, me acercaba a mi compañera, que a su vez se sentía molesta, porque compartir partitura es un fastidio de por sí, igual que compartir periódico, que si te arrimas un poquito en el metro para intentar leer la cabecera de una noticia, la reacción puede ser desde un bufido, hasta una huida en toda regla al asiento más lejano. Si en lugar del periódico, lo que pretendes arrebatar al de al lado es la lectura de algún párrafo de una revista de esas del cotilleo, entonces, corres serio peligro de que te claven las uñas en los ojos. Pues así andaba yo, cantando sin partitura y molestando a mis colegas, para gozo de Malamoña, quien un día, muerto de celos, envidia o rabia o qué sé yo, me dijo que estaba decrépita, sin venir a cuento, delante de la mejor soprano del Coro, discreta y dulce, que no creía lo que estaba oyendo y hasta se le pudo oír un leve susurro de reprobación, con el que Malamoña se cortó y no siguió la retahíla de insultos que traía preparada para darme la nochecita. Nunca he sabido qué fue lo que pude hacer en algún momento de esta historia, que provocó ese odio encendido de Malamoña hacia mí. En fin, yo no le odiaba, pero claro, con esos antecedentes, tampoco le quería. Con lo preocupadísima que estuve cuando al pobre le operaron la cabeza, que le tuvieron que quitar un cacho de cerebro. Recuerdo bien lo impresionada que estaba, creyendo que le podía pasar algo muy grave y no: Al mes de la operación el mozo estaba como un roble, le habían quitado algo que no le dejaba vivir en paz y se encontraba allí en la sierra, de vacaciones tan pichi, hablando por teléfono como si tal cosa, contradiciendo lo que yo había pensado, que es que hablaría con La Niña, que ya era su mujer y ella me explicaría que iba bien, pero lento, que de momento andaba reaprendiendo las vocales. Pero qué va, ni mucho menos, agarra y se pone él mismo al aparato y me dejó como si se me hubiera aparecido un fantasma y tan sorprendida estaba que seguramente no le dije lo que me alegraba de escucharle y de que estuviera tan bien, que supiera hablar y razonar y que su cerebro le siguiera funcionando como un reloj. Me parecía que estaba teniendo una conversación con un extraterrestre o en todo caso, con algún ser extraño y no perteneciente a este mundo, porque Kikina, que había ido a verle al hospital en los peores momentos, me había dicho lo malísimamente que estaba, al igual que su suegra, quien por teléfono, me confirmó la situación de La Niña, transida de dolor. Y una sin poder hacer nada. Lo pasé mal, de verdad y quién me iba a decir a mí que después aquel, por quien había sufrido, me tomaría manía y odio.


V Había una cantora guapa que sí estaba enamoradísima del director y se arrimaba a él siempre que podía para entablar conversación. En aquella ocasión un precioso árbol había florecido allí a la salida del seminario y mostraba la muchedumbre de sus ramas floridas en color rosáceo y perfumadas con menta y jazmín. - ¡Hay que ver, cómo está la noche! - Oye Jefe, ¿Sabes cómo se llama ese árbol tan bonito? Zulima, la bióloga me lo ha dicho - Pues no sé... - El árbol del amor Y El Jefe se alejaba de mi amiga como diciendo que no le viniera con camelos, ni intentara liarle en conversaciones románticas, al tiempo que no dejaba de mirarla por el rabillo del ojo. Luego, ella decepcionada, venía y me lo contaba y se consolaba contándome todas y cada una de las calabazas que El Jefe le iba dando, que fueron muchas y crueles. Mucho sufrió mi compañera y amiga en su obsesión por conseguir una noche de amor con él. Ella decía: - Yo, como el villancico que cantábamos: Una noche sola, yo bien dormiría. Pero ambas bien sabemos que luego no se hubiera conformado con una sola noche, sino que querría levantarle el marido a La Estricta y casarse con él en segundas nupcias, como andaba olisqueando un poco desorientado el bueno de Malamoña. Por mi parte, le seguía como un perrillo a todas partes, con tal de conseguir mi prometido viaje de vuelta a casa en su coche y si El Jefe decidía irse a tomar la caña, yo iba y me tomaba la caña. Si él quería que fuese sólo una, pues una. Si se le antojaban dos cañas, dos cañas que me tomaba, aunque sin alcohol, no fuera que me emborrachara y empezara a soltar burradas, como la primera y única vez que bebí vino en demasía, de eso hacía ya muchos años. Y cuando El Jefe quería marcharse, me miraba como diciendo ¿Nos vamos? Y yo salía zumbando detrás de él, lo cual creo que era muy comentado entre los miembros del Coro, cada uno de los cuales tenía su interpretación particular del fenómeno, algunas retorcidas y otras rocambolescas, pues como ya sabéis yo perseguía un objetivo muy simple: acercarme a casa de una forma agradable, como era charlando amablemente con mi Jefe y amigo. Y a él también le agradaba, porque al principio me dejaba medio tirada en medio de la autovía que pasaba cerca de mi casa, no sin peligro para mi persona, que podía ser atropellada en el intento del cruce en un lugar sin paso de peatones. Más adelante subí de nivel y ya me acercaba a mi barrio, hasta que un poco después, me llevaba a casa, pero como estábamos en plena conversación al llegar, pues no se acercaba al portal, sino que se quedaba en un lugar más discreto y allí parados dentro del vehículo, seguíamos charlando durante una hora o más y la verdad es que no profundizábamos mucho en nuestras intimidades, pero algo sí y como él sabía escuchar y yo abría mi corazón como un libro, llegó un momento en que parecíamos el confesor y la feligresa. Quién sabe, quizá había tenido él vocación de pastor, para ayudar y conducir a las almas que como yo, se encontraban solas y perdidas en medio de millones de ciudadanos. Me venían de perlas aquellas conversaciones, donde otra forma de ver las cosas, se abría ante mis ojos y me hacía comprender mejor los errores más burdos. No digo yo que en algún momento no hubiera circulado entre nosotros una cierta transmisión feromónica, como una vez que decidí irme en metro con La Niña y justo ese día, mira por dónde, estaba él deseando verme sentadita en su coche para llevarme a casa y charlar. Y yo, que ya me había acoplado con La Niña, no quise hacerle el feo de plantarla por el otro y tuvo él que quedarse con las ganas. Además, me convenía que se viera que no iba detrás de él como un perrillo, como tanto se había comentado. A mí me daba apuro, hacerle dar cada día de ensayo la pequeña vuelta que le suponía el desvío y decidí compensarle con regalos que pudieran gustarle: Le regalé discos de los caros, pues entonces no había ni top manta ni Download en Internet, le regalé plumas y bolis de marca, y hasta un pata negra le regalé, como antaño a los profesores que cambiaban el jamón por un aprobado. Química hubo también, o al menos yo la sentí en cierta ocasión en que a la salida de un concierto, alguien nos ofreció acercarnos en su coche a los cantores del Este de la ciudad y del Este éramos El Jefe y yo. Y como éramos varios, ocupamos cuatro delgados el asiento de atrás, El Jefe y yo pegaditos y el contacto de nuestros cuerpos fue realmente eléctrico, por lo intenso y al mismo tiempo calmo y tierno como el contacto con una madre. Al llegar al destino yo me quedé con las ganas de más contacto, no sé seguro si él también. A decir verdad, yo me debí insinuar alguna vez, obteniendo siempre el rechazo más evidente. Paradójicamente, él me habló dulcemente y me miró con ojos golositos también en alguna ocasión y fue también rechazado. No coincidíamos en el momento, suerte para La Estricta, que tan segura estaba de tenerlo bien amarrado y una vez que íbamos hacia mi casa por la carretera de Barcelona, dijo él ¿Y si nos vamos a ver a Gaudí? Y yo le dije que no se lo pensara y que tirara millas. Pero tomó el desvío de mi barrio y a los pocos segundos estábamos frente a mi portal. Fue la única vez que coincidimos por un instante, pero el miedo o el arrepentimiento, o quizá, vete tú a saber, la falta de guita, nos privó de esa pequeña aventura. Y al poco estaba tumbada yo sola en mi cama escuchando El Concierto de Aranjuez, que tan poca gracia le hacía a mi Jefe, por parecerle un estilo fácil y demasiado apegado al nacionalismo español. A mí, sin embargo, me encantaba, por haber dejado dormida con él durante muchas tardes seguidas a una de mis gazapillas.


VI El Jefe sufría y penaba de tanto pensar. Llegaba al ensayo siempre antes de lo previsto, lo cual hablaba de la ansiedad con que afrontaba los ensayos y como no le daba la gana de tomarse algo para tranquilizarse, cuando los cantores tardones iban llegando se encontraban un director hecho un manojito de nervios. Y aunque intentaban no molestar al colocarse en sus asientos, él notaba por cada ruido un pinchazo en el corazón y otro en el alma. Un buen día, harto ya de las impuntualidades, cerró a cal y canto la puerta y dijo que no entraba nadie más. Y otro día no cerró, sino que dejó pasar a los tardones y los colocó en un aparte, formando dos coritos pequeños. ¡Bueno! dijo al terminar el ensayo, los que habéis llegado tarde, y miraba a los tardones con cara de sufrimiento real, no vais a poder venir al concierto, así que en el concierto estarán tan sólo y contó a quienes veníamos pronto: uno, dos... ¡Once! Éstos once son los que cantarán en el conservatorio del barrio de Maravillas el próximo sábado a las nueve y los otros, que se queden en casa, lo siento, pero no cantan. Otro día estábamos vocalizando y preparándonos para un concierto en un Instituto de Bachillerato, cuando apareció en el último momento Pepín, el finolis. Un niño bien acostumbrado a hacer su santa voluntad (mejor para él) pero poco respetuoso con las normas. El Jefe se lo llevó a la escalera, justo cuando yo pasaba por ahí, y pude escuchar cómo le regañaba y le decía que no cantaría en ese concierto. Pepín se marchó con el rabo entre las piernas, agitando el vuelo de su abrigo Loden y no volvió al Coro hasta pasados algunos años en que vino de la mano de mi compañera de cuerda, la buena de Manoli, mujer de buenísimo talante, quien se había hecho novia de Pepín. Atravesaba El Jefe penurias muy intensas en la lucha que su Ego se traía con su Id y con el Súper Ego, pues tenía ideas muy afines con el psicoanálisis y es lo malo de esta terapia, que no sólo no te cura, sino que además te prohíbe las pastillas, te tiene ahí amarrado durante años y encima, te sacan el dinero y te dejan a la cuarta pregunta. El Jefe a veces se tomaba una caña y dejaba una moneda de cien pesetas encima de la mesa, poco antes de marcharnos. Una vez no trajo coche y se largó al metro sin decirme nada. Estaba lívido, no se había aseado, estaba deprimido. Yo seguí el impulso de mi corazón y enfilé hacia el metro sin saber si él lo tomaría también. Creo que debió ir caminando despacio, como esperando que alguien llegara a consolarlo. Bien sabía él quién era ese alguien. Cuando entré en el andén, él estaba allí y yo apostaría que había dejado pasar algún tren sin tomarlo, porque mi marcha es mucho más corta que la suya y había salido andando unos minutos más tarde. Entré a propósito en el mismo vagón y me senté a su lado. - ¡Vaya! Parece que estuviéramos predestinados. - Ya, ya predestinados, pensé. Estuvimos charlando sin profundizar hasta que al llegar a mi parada me dijo: - Qué tal si salimos y te acompaño paseando - Me parece muy bien Y ya en la calle y más aireadito confesó: - No sabes qué depresión tengo - Pero hombre, ¿y eso? - Todos los días salgo con depresión del Coro. No sé si voy a tener que dejarlo - No hombre, tranquilo, no nos dejes huérfanos. Supongo que tienes quien te aconseje - Sí claro, cómo no Y me contó resumidamente sus desencuentros con la criatura que él mismo había formado hacía ya diez o doce años. No era un instrumento musical cualquiera, era una criatura sobrehumana con demasiadas cabezas despiertas y llenas de sentimientos e ideas. En cualquier momento se podía revolver contra él siendo hija de su cerebro, de su corazón y de sus entrañas. Y él estaba empeñado en amaestrarla como a un sabueso, pero no era el Coro un simple cánido, sino una hidra de veinte cabezas que le tenía absorto, agobiado, roto y derrotado. - No puedo con ellos, son unos cabrones - Yo creo que sí puedes y que si alguien puede, ese eres tú. Eres el mejor. Eso quería él: ser verdaderamente el mejor y dirigir con mano sabia La Chapelle Royal o algún Coro de esa categoría. Tener que conformarse con ser profesor de instituto y dirigir un Coro amateur y de calidad en entredicho, no cuadraba con sus planes. Él había nacido para ser uno de los grandes. Y yo digo sí: de los grandes frustrados, aunque no fracasados. ¡Pero es que él se empeña!


VII Mi amiga Casilda, la enamorada y guapísima, no acababa de ver el día en que nos íbamos a pasar dos días nada menos que a Santa María de Huerta para grabar una cinta semiprofesional y enviarla a Alemania, a un concurso, en el que previamente seleccionaban las veinte mejores maquetas para competir con otros Coros europeos. El Jefe siempre andaba preocupado por marcar unos objetivos de un cierto nivel, que mantuviera despierto el Coro y Casilda contaba los segundos que faltaban para llegar a la residencia que unas monjas nos habían cedido con habitaciones individuales. Según me contó, le faltó tiempo para ponerse al ladito de su amor al recoger las llaves y anotar el número de la del Jefe. Habitación 45. - Mira oye, de hoy no pasa, he perdido ya muchas oportunidades y esta noche lo trinco, lo emborracho y al tálamo. Es que no puedo más y si se entera La Regenta, que se entere, peor para ella, con lo tonta que es. Como se descuide le levanto el marido y me quedo tan ancha y tan feliz. ¡Ah! Sí, creo que seríamos muy felices, con dos suelditos, sin niños dando la barrila y oye, que estoy muy buena y a mí hasta ahora nadie me ha negado un revolcón y por algo se empieza... -Bueno, bueno, Casilda, ya lo veremos. No querrás violarlo, si tanto le amas. Y cuando llegó el día, casi todos se fueron en el autobús, pero yo tenía que atender otras obligaciones y quedé con un maravilloso tenor, que aunque no amaba a las mujeres y era muy tradicional, tenía un talento como pianista, organista y cantor, fuera de lo normal. David era un buen hombre, divertido e inteligente, como todos en el Coro. - Voy a parar en la gasolinera un momento - Pues yo me compro unas gafas de sol, que no veo nada con esta claridad Él puso cara de fastidio. Probablemente pensó que me iba a probar todas las gafas que hubiera y no, no me las probé todas sino que eché un vistazo rápido, elegí un par y acerté a la primera: me las llevé puestas y pagadas. Y mi galán dijo: - Qué rápida, hay que ver. Y empezó a no menospreciar así, de forma generalizada a las débiles y superficiales mujeres. Fuimos charlando todo el viaje y nos habíamos hecho amigos cuando llegamos a la residencia de las monjas y nos recibieron amables y sonrientes. ¡Qué parejita más maja! ¡Mira que jovencitos! No sé David, pero yo iba derechita a por los cuarenta. Eso sí, me encantó que me emparejaran con David, por aquello de la variedad y el gusto. De repente me habían quitado diez años y había cambiado de pareja. Qué majas esas monjitas que si ven llegar a un hombre y una mujer juntos y en el mismo coche, enseguida los casan por la iglesia. Nos pusimos a ensayar y Casilda no paraba de ponerle ojitos al Jefe, pero él ya pasaba tanto, que ni se daba cuenta. Después nos fuimos a grabar la cinta a aquel bello monasterio. Fue una grabación poco tensa, relajada, con metodología casera, pero en nuestro Coro no se permitía la música enlatada a lo grande en plan de maquillar cualquier defecto y resonar lo justito para que pareciera algo grandioso. Nuestro director no quería ni hablar de ese asunto, no estábamos haciendo márquetin, ni pretendíamos forrarnos como los de Silos, queríamos ser auténticos, aunque esa autenticidad nos llevara irremisiblemente al fracaso. Porque no sé muy bien qué pasa con la Polifonía, que si las voces no casan perfectamente unas con otras, no suena bien y es muy difícil conseguir que cada cantor abandone su voz para entregarse al sonido general. Las monjitas nos dieron una comida sana y frugal, como corresponde y El Jefe se moría de hambre en muchos sentidos. Se moría de hambre, hambre, porque era muy activo y quemaba muchísima energía; se moría de hambre de hembra y de represión y se moría por llegar a Alemania, aunque de sobra sabía que nunca lo iba a conseguir: él mismo ponía las trabas. Pero estábamos allí, intentándolo una vez más y había gente muy maja a nuestro alrededor, como para no disfrutarlo. Una vez concluida la grabación, estuvimos cenando y charlando y en un pis pas, se formó una timba de mus, donde yo era la única mujer. Eso es lo que a mí me gustaba. Estar rodeada de buenos e inteligentes mozos. David y Goliat, contra El Jefe y una servidora. Hacía muchísimo tiempo que no practicaba, pero no en vano he heredado las dotes fulminantes maternas, para embaucar y engañar con la mirada a cualquiera, sobre todo a los varones, eso sí sólo en los juegos de cartas, que mi madre, sobre todo, mucho más que yo ha sido siempre muy formal. - Jefe, los tenemos cogidos por los huevos. Y aquellos se escandalizaban, como niños bien que eran. Les ganamos a base de faroles y ellos se quedaron tan pasmados que ni hablaban. Yo creo que me estaban llamando de todo en su interior, incluso bruja extraterrestre que son las más poderosas. Qué lejos aquellos tiempos en que todas las pulgas venían a mí, a juntarse con otras muchas de mis desdichas. Como los grandes cerebros se quedaron picados y bastante humillados, se fueron por su lado y El Jefe y yo entablamos conversación una vez más. Manoli, mi compañera de cuerda, me miraba y no sé qué pensaba, pero creo que ella y otros muchos creían que estábamos liados a pesar de estar ambos casados. Craso error, por suerte pasé la noche más sola que El Lobo Estepario y por la mañana, antes del concierto, me vino a buscar Casilda y me dijo: - Bueno ya estarás contenta: Yo yendo a la número cuarenta y cinco y allí aquello cerrado a cal y canto, que el que te cuento no venía y no venía y claro, cansada de esperar me relajé en la ducha y me acosté. Pero eso no es lo peor, resulta que he escuchado que estuvisteis de juerga hasta las tantas. - Y si me prefiere a mí para hablar, ¿qué? - ¿Cómo? No te habrás atrevido a levantarme el novio. - El novio, Casilda, está casado con quien le ha dado la gana. No es tu novio y lo que te voy a levantar yo a ti es alguna ampollita con este secador como no cierres el pico y dejes ya de decir estupideces. Qué tontas nos ponemos algunas cuando nos enganchamos a un hombre. Y mi Casildita se puso a llorar y a lamentarse y a decir que la vida sin él no merecía la pena. ¡Bah! boba, no llores mi pequeñina, guapa. Si tienes todos los tíos que quieres y muchos más. Ya verás cómo se te pasa enseguida y te fijas en otro macizo y más bueno. Sólo tienes que mirar a tu alrededor. ¡Menudos bombonazos! y listos ¡Eh! y sensibles, con lo caro que se vende eso. Mira el fulano con qué cariñito te mira y anda que el frutano, mira tu escote y se marea. Casilda se animó poquito a poco y al final terminamos riendo a carcajada limpia, porque ella era experta en contar chistes malos, que son los que a mí más me gustan, porque los otros no los entiendo. En parte porque no escucho, pero los chistes simples, los entiendo aunque no escuche y entonces, me entra una risa desesperante y contagiosa que tumba. Y Casilda contagiada, lloraba la pobre y se retorcía y así aliviaba sus dolores y alegraba el ánimo. VIII Los ensayos empezaban siempre de forma muy divertida, porque El Jefe nos mandaba tirarnos al suelo y de ese modo nos podía enseñar a respirar como los recién nacidos que respiran, como debe ser, como la naturaleza manda. Luego, las normas estéticas y sociales nos transforman en seres alejados de la naturaleza y que respiran artificial y afectadamente con el tórax, porque es más bonito, más elegante, porque queda mejor, porque andar por ahí en plena edad adulta metiendo y sacando la barriga, con lo que se llevan las tripas lisas y duras, rígidas casi, no diría nada bueno de nosotros y hasta puede que nos cerrara puertas importantes. Sería un pecado y un desdoro casi tan notable como ser feo, ser gordo o un poco torpe. Había que enseñar a los cantores del Coro del Seminario a revolcarse por el suelo, a respirar con la barriga, a hacer masajes al de delante, fuese quien fuera, a abrazarse con cariño y calidez incluso a Malamoña si se terciaba. Había que bailar y realizar cualquier ejercicio en que el Coro se convirtiera en un todo. Y luego para seguir enseñando, el propio Jefe metía mano entre cintura y barriga a quien se dejaba. -¿Puedo? -Bueno... Cuando venía a enseñarme a respirar, yo encantada, porque siempre he sido muy cariñosa y me gusta que me toquen y me abracen y que me besen. Algunos andaban por ahí reconcomidos porque nunca les tocaba a ellos y empezaron a criticar: que si perdíamos tiempo de ensayo, mientras hacíamos un poco el indio, pero hacer el indio en esta vida es fundamental, sobre todo antes de acometer una tarea más seria y rigurosa. Así que a mí me encantaba aquello de pasearme en círculo haciendo como que hacía el oso, así con los brazos separados del tronco, relajados, las piernas flexionadas y la mandíbula caída a punto de dejar que la baba saliera. Muy propios estábamos todos y no veas si molaba ver a aquellos superdotados con cara de bobalicones. Verdaderamente pienso que debíamos haber pagado al Jefe un sueldo entre los cantores, por las divertidas y felices que nos hacía esas horas de ensayo. Aunque algunas cosas no tienen precio, siempre hay que agradecerlo de alguna forma. Pero por causas desconocidas y a tenor de las críticas de quienes chupaban rueda como el que más, se descartó la psicomotricidad del Jefe para encargar las clases psicoalgo a una profesional, Estricta y esposa legítima del director. Esos negocios los llevaron a cabo bajo cuerda entre La Niña, Malamoña, algún otro y El Jefe. Él debió decir: - Está bien, ahora viene la condición que os impuse para entrar de nuevo a dirigir: Mi mujer va a cobrar al Coro por enseñar a los cantores a lograr un sonido más bonito, aterciopelado, uniforme y suave. Y vino La Estricta y nos sentó a todos en círculo para que tomáramos conciencia progresivamente de las voces de los otros: primero te oyes tú mismo y a tu corazón, luego extraes ese latido y lo conviertes en voz: un sol sostenido en el tiempo, liso, invariable y transmites a tus compañeros contiguos el sonido y ese sonido ha de ser el mismo y ellos lo transmiten a su vez, expandiéndose el sol original por todo el círculo y muy concentrados, llegamos a la percepción del sonido del Coro, como un solo instrumento con muchas teclas, como un órgano de tubos con texto en cualquiera de las lenguas existentes u otras inventadas. Como una unidad, como el Uno de Plotino, Como el Ser redondo de Parménides, como dios. No estuvo mal la experiencia. Fue bonito mientras duró, pero ese mismo día en cuanto nos pusimos a cantar, nos habíamos olvidado del latido, de la transmisión de nuestro sonido y de toda la psicomotricidad y cantábamos como energúmenos, entregados a lo nuestro sin compartir absolutamente nada: Unos porque no nos sabíamos bien la música y teníamos que estar muy pendientes, no fuera a ser que El Jefe nos pillara y regañara en público. Otros, porque pensaban que eran muy buenos y cantaban a sus anchas, sin acordarse de los demás. Total, que al final lo que se oía era un sumatorio de voces, cada una de su padre y de su madre y no era un trabajo coral aquello, sino un batiburrillo de timbres y tonos más o menos afinados. Y pasamos a la segunda fase, donde La Estricta nos llevaba por cuerdas a un aula contigua y allí nos regalaba con sus preciosas lecciones de impostación, o sea de sacar de nuestros interiores bellos sonidos y no cacareo de gallinas o similares. Conmigo no se metía porque por aquellos entonces todavía no me había calado, pero eligió a dos contraltos: Manoli y Matusa, para ponerlas como ejemplo de lo que no hay que hacer. Me da la sensación de que los maestros no tan buenos utilizan este recurso hasta el hartazgo sin sopesar la herida profunda que pueden estar provocando en los alumnos víctima y con los que debieran progresar al menos, tanto como con los más diestros y avanzados. -¡Matusa estás calando! Y nosotras, que éramos cuatro, puestas juntitas enfrente de ella, nos achantábamos tanto o más que la presunta víctima. Y salíamos con muy mal sabor de boca de aquellas clases, donde simplemente por miedo a la vergüenza pública, terminábamos haciendo lo que se nos pedía. - ¡ Manoli no tienes tesitura! No me cubres las notas altas ni por casualidad, vaya voz que tienes. Lo siento pero yo soy muy de sufrir con los otros y salía mosqueadísima de aquellas sesiones.


IX La siguiente que nos preparó nuestra hada madrina fue un coro de mujeres, trayéndose ella unas cuantas de sus alumnas para completar. Ellas como eran estudiantes de canto, cantaban mejor que nosotras, las del Seminario. Britten, nada menos y su Ceremony of Carols para tres voces femeninas. Preciosa música, que si la hubiéramos ensayado con El Jefe, mandando a los hombres con La Estricta, hubiese sido una gozada y de esta manera, lo fue sólo para La Niña, que por vez primera se le permitió cantar un dúo y exhibirse a gustito, lo cual no critico ni mucho menos. Pero yo dije: ahora me vengo yo todo lo que pueda y eché a volar mi imaginación para pensar una maldad original y que no se me notara. Creo que ha sido la única vez en mi vida que he planeado una maldad, así fríamente. Me colocó La Estricta en la cuerda de las mezzos, con otras cantoras desconocidas para mí y me separó de mis compañeras de toda la vida, lo cual no me gustó nada. Y además nos tenía de pie y sin hablar y sus alumnas jovencísimas, recién salidas del cole, ni rechistaban. Estaba furiosa, pero no tomé la determinación de pasar del concierto de Britten y de sus ensayos. Un día se empeñó en que las mezzos no sonábamos en una frase determinada y nos la hizo repetir muchas veces y de repente empecé con rabia a subir el tono en una nota determinada, justo una segundita menor para que sonara como la Gran Vía en hora punta y con guardias y ella guiñaba los ojos, torcía los labios, subía los hombros y decía en bajo: - ¿Qué es eso? - Una segunda menor, señorita Rotenmayer, saltó La Niña, avispada ella - No puede ser. ¡A ver! Volved a cantar la frase En la cuerda había ya un mosqueo muy palpable y cantábamos sin ganas, pero no olvidaba yo mi segundita hacia arriba. (Una también sabe hacer algunas virguerías) Así que ella, que tampoco le faltaban malas ideas, nos hizo cantar de dos en dos, para detectar a la culpable. Cuando me tocó cantar a mí con otra, la disonancia ya no salía, mira por dónde, ya no estaba. Habíamos arreglado la avería y vuelta con la frase, esta vez todo el Coro femenino y un pequeñísimo pitido como de claxon, volvía a sonar y a la Rotenmayer le vinieron los primeros sofocos de la menopausia, aunque era joven todavía. Después de celebrar el concierto de navidad, estuvimos mucho tiempo disfrutando sin ver por la sede del Coro a La Estricta, quien se presentó un día sólo para comunicarnos que había logrado convencer a su marido y se había quedado embarazada. Casildita palideció, Casilda casi se me muere y a la salida del ensayo lloraba a moco tendido y farfullaba temblequeando. Vaya traidor, con los ojitos que me ponía y las veces que me decía: - ¡Qué buena estás! Cómo habrá podido el muy... preñar a semejante mastuerza. Y yo que creía que era cuestión de tiempo... - Sí, de cuarenta semanas, el amor es ciego, ricura. Ahí estaba nuestra parejita feliz, pronta a gozar de los placeres de la máter paternidad. Y de momento, un respirito para el Coro, que no tendría por qué observar de cerca la amargura de la Señorita Rotenmayer que por obra y magia de su preñez se había convertido en dicha y felicidad. - El jefe sólo me embaraza a mí.


X Mientras La Estricta gestaba, nosotros los cantores nos recuperábamos como podíamos del sufrimiento de haberla padecido y le decíamos al Jefe: - ¡Ay! hombre, qué mal lo hemos pasado sin los chicos, porque no íbamos a decirle: - ¡Qué mala es la señorita payo, que nos tenía todo el tiempo de pie y nos regañaba mucho! Así que la cosa quedó como que nos habíamos echado mucho de menos entre nosotros y no se volvió a hablar nunca más de aquel desagradable incidente. Y El Jefe que no quería ni por lo más remoto que aquello decayera, decidió traernos a un bailarín profesional, para que nos enseñara a soltarnos, desinhibirnos y aparecer más naturales en el escenario y de paso, si se podía, que aprendiéramos a bailar al tiempo que cantábamos La Negrina, una preciosa ensalada renacentista de fondo navideño. Y llegó el bailarín que nos había reservado un aula de madera nueva en el conservatorio del Sur y no nos enseñaba más que guarrerías. Que si a besarnos, que si tocarnos, que si somos moléculas vagando libremente por el espacio infinito que si de pronto nos topamos con otra molécula y nos abrazamos a ella para poder transmitirle nuestro calor y nuestros sentimientos, consiguiendo así una cohesión firme del grupo. A todos nos habían enseñado o al menos, habíamos intuido que esas cosas se hacían entre personas muy cercanas y en la intimidad del hogar o del huerto. Pero allí en el aula de danza de aquel conservatorio, aprendimos que se puede abrazar con gran ternura a un colega, compañero, amigo y hasta a uno que no te cayera bien. En el momento del abrazo artificialmente impuesto e ingenua y naturalmente asumido, se tiene en efecto, la experiencia de lo que te une y de lo que te separa de aquella persona. Cuando abracé a Matusa, encontré una gran calidez y cuando abracé al Jefe, me encontré con un saco de huesos. El bailarín profesional había sacado a Almudena, pequeña, bella y flexible a marcarse unos pasos que les quedaron muy propios y pienso que a aquel bailarín no le gustaban las mujeres grandonas, porque luego me sacó a mí, también pequeña, aunque no tan flexible, ni tan bella. Algo rígida me debí quedar, cuando de pronto el profe corrió delicada y muy profesionalmente hacia mí y me agarró, me tumbó en el suelo sin soltarme e hizo que diéramos unas cuantas revueltas sobre aquel suelo limpio de madera nueva que aún olía a bosque de hayas, mientras los allí presentes abrían los ojos sin decir ni oxte ni moxte y siempre siguiendo el ritmo de La Negrina, el bailarín se colocó sobre mí cubriéndome entera y se ve que se encontraba a gusto, porque no se apeaba y empezaba ya a aplastarme cuando le dije muy bajito: - Me haces pupa El pobre se apartó y me dejó libre para que volviera revolcándome a mi sitio. Y el Jefe protestó: - Eso no se hace Y mirándome: -Si fueras mi mujer no me parecería bien que hubieras hecho esto. Yo me quedé pasmada, el Jefe se comportaba como si estuviera celoso y yo que sabía muy bien que no era así, no tuve más remedio que interpretar que una vez más estaba haciendo de padre. Me chiflaba mi Jefe cuando hacía de padre. No quise comentarle el detalle, pero nunca llegué a entender por qué el rapapolvos no fue a parar hacia quien había tenido la iniciativa, o sea, el profe bailarín, ya que yo lo único que hice fue obedecer y dejarme llevar. Pero el caso es que frente al Coro, empezaba a estar claro que aquella mindundi de los primeros tiempos atraía con fuerza a los líderes masculinos, incluso aunque fueran gueis. Lo cual no ocurría ni mucho menos con las Estrictas. No en vano Píter, un atractivo tenor guei, de negrísimos y relucientes ojos, con algo de diablito en su compostura y muy gracioso, me dijo una vez mientras cantábamos a Händel, - Oye, esa cartera es la de Michelín. - No hijo no, yo no estuve cuando vino Michelín, yo no he caído tan hondo, por casualidad, porque estaba de baja por maternidad. (Michelín es un personaje ultrafamoso que domina los medios, pero no la música y que estuvo colaborando con el Coro, para aprender, lo cual no hizo, según cuentan quienes vivieron el trance. Al final, regaló una cartera a cada cantor) - ¡Uy! pues menos mal, porque si llegas a estar, te acuestas con él, o al menos eso dicen. - ¡Pues vaya fama que tengo y yo sin comerme una rosca, esto ya es el colmo! Mira Píter, el conmigo igual sí, pero yo con él puedes estar seguro que no, estoy casada y bien. Creo que el inconsciente colectivo del Coro pensaba desde que el bailarín me cubrió en público, vestidos eso sí y sin pasar a mayores, eso también, que tenía como costumbre acostarme con todos los Jefes. Vaya una costumbre y Píter, mi amigo querido siguió pinchando en medio del Aleluya de Händel: - Oye y si tú y yo tuviéramos un niño... -Bueno, en todo caso sería una niña... - Sí claro, eso, una niña - Pues, tendría los ojos negros, como los tuyos Y Píter se calló y no sé qué pensamientos pasarían por su cabeza. Al menos, mira, es un detalle que te elijan por ahí como posible portadora del óvulo que dará la información genética que les falta y que te elijan por ahí como primera cuna viviente de un primer y único vástago. Es como si pensaran: Con ésta, seguro que el hijo me sale de primera. Es una forma de piropearte un guei, quizá la única sincera.


XI Aquel curso lo habíamos terminado de primera: Nos habíamos divertido y disfrutado a tope, habíamos tomado contacto los unos con los otros de una manera más cárnica diría yo y no tan intelectual y con un regusto estupendo nos fuimos de veraneo, hasta septiembre, que no fue un mes triste para mí durante los años en los que fui cantora, sino feliz, por el reencuentro con la música en vivo y con mis hermanos, hermanas y padre postizos. Volvimos en septiembre y alguien me dejó un mensaje para que acudiera al primer ensayo del curso tal día a tal hora. Como siempre acudí en el autobús que me aproximaba a aquella área de la ciudad antigua donde se amontonaban instituciones y tiendas muy musicales: La ópera, las tiendas de partituras, los lutieres y nuestro querido seminario, cada vez más vacío, cada año más viejo y triste. Tan mal lo debieron ver las autoridades competentes, que decidieron ponerse manos a la obra para repescar vocaciones de las que estaban escasísimos. Debieron cambiar al director del seminario porque al llegar allí y encontrarme sólo con un compañero más, tan despistado como yo, nos dijeron las monjas de la entrada que allí no iba a haber ensayo ninguno y que ellas no sabían nada de nada. Esperé unos días y al ver que no me llamaban, llamé yo a Manoli, con quien tenía más confianza de entre las contraltos y me dio la información: deberíamos buscar un nuevo local para el Coro. Los ensayos aún no habían empezado y el moreno de la playa empezaba a tornarse amarillento, con lo que los cantores no estábamos tan guapos como en otras ocasiones similares, cuando nos encontrábamos frescos, descansados y tostaditos por el sol. Cuando por fin nos vimos, lo hicimos en las escaleras de una parroquia de un suburbio que nos había cedido un aula a un precio muy módico. Un aula fría, fea, incómoda, sobre todo si la comparábamos con la calidez que nos había ofrecido la madera vieja del Aula de Música del Seminario. Según parece. el pequeño trámite que todos los años se hacía para renovar nuestro permiso ante el Seminario, ese año se truncó por voluntad del nuevo Director de aquella Santa Casa, a quien debió llegarle la noticia de que nadie o casi nadie en ese Coro, cantaba con fe cristiana y aunque nuestro repertorio era en un porcentaje alto de música religiosa, no fue esto argumento suficiente para convencer al dignísimo director de la institución, quien se había propuesto hacer de aquella casa un lugar santo y de oración. Martes y viernes nos presentábamos como clavos temiendo empezar el ensayo solas en la cuerda y temiendo aún mucho más que tuviéramos que hacerlo entero solas, lo que suponía una inmensa sofoquina. Por favor, por favor, que venga Matusa o que venga Manoli o cualquier otra que me salve de esta tremenda situación. En cuanto llegaba alguien a cantar contigo, aunque no tuviera tampoco mucha idea, ya era otra cosa, porque la nota que no pillaba la una, la pillaba la otra y el tono si se perdía, se retomaba sin demasiado esfuerzo entre dos, pero viéndote sola, el apuro era grande y no se daba pie con bola. ¡Ay las contraltos! qué despistadas e inseguras andábamos siempre. Pero si la cuerda nuestra sonaba bien y no bajaba el tono, el Coro parecía otro, parecía hasta bueno de verdad. Después del disgusto por haber perdido el Aula de Música del Seminario y como estábamos pasando tanto frío como calores llegaríamos a pasar con el tiempo, El Jefe se apiadó de sus pobres criaturitas y aceptó una propuesta que hizo uno de los bajos para que fuéramos a Albacete, su ciudad natal y diéramos algún concierto al alimón con un Coro de señores y señoras mayores de por allí. A cambio teníamos pagada una noche de hotel, la comida de todo el día y el autocar. No sé si el Coro se embolsó algo para fotocopias, pero nunca me interesé por las cuentas del Coro: ya suponía que La Niña las llevaba perfectamente cuadradas, por no decir que le quedaban siempre redondas. No sé qué tenían las excursiones del Coro que tanta ilusión nos hacía, como cuando éramos pequeños y en el colegio nos sacaban de las aulas. Creo que nuestra actividad allí, aparte de artística era infantilizadora y lúdica. Fui charlando muy a gusto con Manoli, la contralto más sufridora después de mí y nos pusimos de acuerdo sobre algunos objetos fundamentales para la salud, tales como los zapatos anchos que se llevaban y las gafas de sol con filtro contra los rayos infrarrojos y ultravioleta, tampoco estaba nada mal la abéñula blanca para los ojos irritados, mucho más sana y natural que el colirio, dónde va a parar. Manoli hablaba con conocimiento de causa y yo siempre le estuve muy agradecida por cuidar de mis ojos con tanto tino y por acompañarme frente a la partitura, la mayor parte de las veces. Además, tenía un carácter envidiable que le venía por parte de padre, que fue quien la crió. Y llegamos a Albacete casi a la hora de cantar a nuestro querido padre Victoria, pues estábamos en Semana Santa y a la peña de cierta edad, le gustaba oír los responsorios. Yo, como me los sabía ya de memorieta, prescindía de las partituras y salía al escenario a pelo, más chula que La Casta. Entonces sí disfrutaba yo de los conciertos, mirando de reojillo al director, para no despistarme en las entradas, me entretenía observando al público y en alguna ocasión, entablé relación fugaz, como los asteroides incandescentes, con algunas personas de ese público, mayoritariamente anciano. Después del concierto nuestro bajo nos dio una vuelta por las cercanías de aquel hotel de la ciudad de Albacete y ya instalados en nuestras habitaciones, nos preparábamos para la cena servida y gratis que siempre sabe mucho más rica, no sé por qué será, de verdad. Habían dispuesto para nosotros una mesa grande y alargada e intuí enseguida que los cantores andaban revueltos y con ganas de juerga. Y así fue: dejaron que las soprano propusieran un jueguecito de niñas en plan de: - ¿Qué sería Ginesita si fuese un animal? y todos al unísono: - ¡Una Gacela! Sí, sí eso, una gacela. Y ella tan contenta -¿Qué sería Malamoña si fuese un color? Ni idea, nadie se atrevía a mojarse. Como el juego decaía por falta de cuajo para decir las verdades, saltó Malamoña y dijo: vamos al grano, a ver qué pasa aquí esta noche: Cada cual que apunte si se atreve, el género al que pertenece y el número de habitación. Y allí algunos escribimos nuestro género como se nos ocurrió y nuestro número de habitación: -No tengo género, se me ha agotado, pero tengo mucho que ofrecer. Habitación 43. - A quien me despierte, lo meto en la ducha fría. Habitación 54 -Varón tierno se ofrece para que le den masajes. Habitación 67 -Chica moderna dormiría con chico moderno. Habitación tendiendo a infinito. Cuando yo escuchaba aquellos chascarrillos me partía de la risa y pensaba: - Qué finos ellos y que directa yo, ya verás cuando salga el mío: - Hembra, habitación 40. -¡Hala! se oyó por toda la mesa. En mi Coro podía uno ser guei y quedaba tan guapamente, pero una se confesaba hembra, en solidaridad con todas las hembras de todas las especies del planeta y quedaba muy rudo y de pena. No sé si pasó algo fuera de lo normal aquella noche, pero los machitos del Coro tenían la lengua más larga que la libido, porque a la habitación número cuarenta, no se acercó nadie que yo sepa. Ya volviendo para casa, en el autocar, se empezaron a oír los chistes que los tenores habían ido apuntando a lo largo de la semana para contarlos en el Coro y yo me reía todo lo que podía, pero como eran chistes buenos casi todos, no los pillaba y únicamente, de vez en cuando se me contagiaban las carcajadas de los otros que se agarraban las tripas del dolor y las contracciones que la risa les provocaba. Para mí era fastidioso, igual que cuando tenía que leer a primera vista sin compañera alguna que me apoyara. Y entonces empezaron los cantares soeces y El Jefe se tapaba los oídos y mostraba a las claras su enfado porque era un niño bien con aspecto de jipi y le molestaban francamente ciertas cosas. No voy a escribir aquí, por demasiado obsceno, el texto de la canción con que obsequié a mi Coro en aquella ocasión: síguete meneando la canté con voz clara y pura de soprano, la canté con sentimiento, superafinada y como si estuviera cosiendo un mantel a la puerta de casa. A todos les gustó, pero El Jefe ya no pudo más y saltó, refunfuñó, no se entendió lo que decía, pero muchos interpretaron aquella regañina como algo íntimo. Y no: Es que El Jefe hacía como que era mi padre, aunque sólo me llevaba tres años, al igual que yo hacía como que era su hijita. Y esa regañina tan natural, me hizo feliz. Alguien hay en el mundo que se interesa por lo que hago y por lo que digo. El Jefe me protegía y yo le adoraba y también me regañaba y yo me decía: qué pena que no sea mi padre de veras. Ya digo que el ambiente del Coro nos puerilizaba hasta el esperpento.


XII Pasó el tiempo y los años y Malamoña sugirió que aunque aquel día estábamos pocos ensayando, quizá podríamos ver cómo había tratado nuestra memoria a los responsorios de Victoria y al Jefe le pareció una excelente idea. - Vamos a ensayar un responsorio, a ver qué tal. No estaba Ellen Sue, porque ya se había marchado del Coro. Matusa andaba por ahí de campo, como las otras contraltos, excepto Manoli y yo. Había que cantar una coda o epílogo musical en la que las sopranos nos abandonaban a nuestra suerte con tenores y bajos y además, las contraltos teníamos la responsabilidad de empezar solas cantando la primera frase sin compañía alguna. Contra lo que todos esperaban, el canto llano siguió su curso con firmeza y cuando se incorporaron los hombres, Manoli y yo no nos achantamos y Malamoña dijo al dire: - ¡Ah! Pues sí, si que está la cosa mejor de lo que esperábamos. Y me miraba incrédulo y creo que hasta contento. -Pues bueno, hay que ensayar muy bien los Responsorios y la Sextina, porque a lo mejor grabamos un disco. - ¿un disco? - Sí, un CD - ¿Un Compac? - Claro, no vamos a grabar un analógico. -¡Un Compac! -¿Quién lo patrocina, quién lo subvenciona? Y El Jefe explicó con gravedad y concisión que nosotros mismos nos tendríamos que hacer cargo de todos los gastos, para poder salir adelante con el proyecto. Se haría una tirada de 500 ejemplares y cada uno debería poner treinta y dos mil pesetas. -¡Buf! -Bueno... -Pues a mí me gusta la idea -Muchísimo. -Que levante la mano quien quiera entrar en el proyecto y grabar. Y todas las manos se levantaron sin esfuerzo, porque allí no había ni estudiantes, ni gente en paro, ni mileuristas. Estuvimos ensayando con gran interés y esfuerzo, pero había muchos asuntos que arreglar y no dio tiempo. Un día a la salida del nuevo local de ensayo, pillé por banda al Jefe, que ya no me llevaba a casa en su coche, pues yo tenía el mío propio: - Oye Jefe, mira, tengo que decirte que me estoy desgañitando - ¿Y eso? - Pues es que me extraña que no lo notes, pero ya sabes que la cuerda tiende a calar y yo, que tengo no sé qué en el oído, pues tiro para arriba, como hacía Ellen Sue, pero mi voz es pequeña y me cuesta mucho. Gracias a eso a veces terminamos los responsorios como los hemos empezado que si no... Nos bajamos por lo menos una tercera. Y él no creía lo que oía pensando que se me había ido la pinza, porque musicalmente hablando yo era el último mono en el Coro del Seminario. -Anda ya, ¡Qué dices! Oído absoluto tú, vamos, venga - Que sí tío, que un poco sí. No como Alex que le das un mi bemol en el piano y te dice: Es un mi bemol y se queda tan ancho. Lo mío es al revés, me pides un sol y te doy un sol o si me pides un la, pues te lo doy. Al menos el la que tengo yo en mi piano. Y El Jefe incrédulo sacó su diapasón y escuchó el La del diapasón: - A ver, lista, entona un La. Y yo lo entoné a partir del sol, que es el que mejor me salía. Laaaaa... - Pues sí, puede ser. Y ya no me quiso escuchar más, porque estaba enfadado no sé con qué y se largó enfurruñado. El problema es que yo no quería darme el pisto ni mucho menos, sino explicarle lo que acontecía en mi cuerda y que yo estaba cantando mal, con un timbre que no era el mío, sólo por tirar de la cuerda para arriba, pero haciéndome daño en las cuerdas vocales y sacando una voz de garganta algo chillona, que no pegaba nada de nada para el padre Victoria y su música en Re menor de Semana Santa. Con que El Jefe se marchó enfadado pensando vete tú a saber qué cosas y yo me quedé sin poder explicarle bien cuál era mi preocupación. Comenzamos las grabaciones y fuimos a un estudio poco profesional. Para colocar los micrófonos los técnicos de allí no necesitaron más que cinco minutos, cuando por lo visto, es de lo más importante si se hace con formalidad, el colocarlos con mucho cuidado y tiento y utilizando los avances que la técnica nos proporciona También es deseable, para mejorar el sonido y difuminar la diferencia de timbres que en la caja de mezclas, se elija una sonoridad no muy seca, pero El Jefe eligió el sonido propio de una sala de música, donde se oye el pasar de las hojas con total nitidez. Así que imaginaos cómo se oirían nuestros desatinos, nuestras idas y venidas, despistes, desafines y nuestros gritos, por explicarlo de alguna manera. Pero nosotros éramos todo, menos formales y nuestro Jefe igual. Al fin y al cabo estábamos hechos a su imagen y semejanza en cuanto a lo musical, pues era nuestro progenitor. Mira que se lo advertí al Jefe: Que tenía que elegir: o cantaba de garganta para ayudar a mantener el tono en toda la cuerda, o cantaba normal y dulcecito y entonces, yo no quería saber nada. Y qué más le daba a él una contralto, pura morralla, con los nervios que estaba pasando. Supongo que cada cantor tenía su problema individual y esos problemillas, lejos de ser escuchados y remediados, quedaron ahí y el coro no sonaba como para un disco. Pero él, dale que te di, probando a cada momento con el diapasón si nos habíamos bajado o no. Y como cada vez que así había ocurrido, se pillaba el pobre una depresión, pues yo, cantaba como si estuviera cantando la jota. Tuve muchas ocasiones de comprobarlo: si cantaba la jota, el Coro no se venía abajo. Si cantaba bien, o sea, normal, el Coro se venía abajo, porque la cuerda de las contraltos es muy poderosa si es buena como si es mala: se lo lleva todo por delante. Si no queréis creerlo, estáis en vuestro derecho. El esfuerzo no valió la pena, porque los de los micrófonos no alejaron de mí esos dichosos aparatos lo suficiente, como también debió sucederle a otros y en los responsorios se oían voces con nombres y apellidos por doquier. Cuando el disco fue por fin publicado con la portada que La Niña y Malamoña habían elegido, saltándose la elección que el Coro hizo en su momento y con despistes como Luigi Monteverdi, nacido en 1990, yo me dije: ¡Ojalá tuviéramos con nosotros en este mundo terrestre al adorable Don Claudio! Aún así, agarré mi paquete de cincuenta compac y me puse a venderlos con gran ilusión entre mi familia, amigos y compañeros de trabajo. Sólo un ejemplar guardo de aquella operación comercial que me permitió recuperar lo entregado y seguí con otra caja, esta vez por bien del Coro, pues había muchos que no se atrevían a venderlos, porque no tenía calidad suficiente. Sin embargo, a mi me parecía el disco mas preciosísimo del mundo y mis compañeros de trabajo que lo habían comprado y oído, no me lo alabaron en ningún momento, pero nada, yo no me acomplejé ni lo más mínimo. Cosa que sí le sucedió a la generalidad del Coro Del Seminario que tenía la moral por los suelos. Anda que El Jefe, ni te cuento, sólo Almudena pudo consolarle con su saber hacer y su portentosa cabeza: -Jefe, no te preocupes, verás como con una nueva grabación más casera pero mejor realizada, el Coro recupera su buen sonido. Tú sabes que este Coro puede sonar bien. Y en el fondo, todos queríamos pensar lo mismo. Pero el bochorno era el sentimiento que imperaba entre los individuos que componíamos el coro. En realidad el regusto que dejó el disco del Coro del Seminario no fue ni parecido entre todos, oscilando entre la máxima vergüenza y el desinterés más evidente. Vergüenza, la de aquellos que tienen una exacerbada tendencia a sentirse mal por los hechos ajenos, como es el caso de quienes se cortan muchísimo con lo que los demás hacen, pero que no sienten la más mínima pusilanimidad para desdecir a la mayoría si tienen claro que hay que hacerlo de otra manera o para negarle determinados e importantes derechos al próximo. Son personas que tienen la sensación de hacer las cosas mejor que los otros y cuando la evidencia los implica en alguna chapuza, se retuercen y sufren. Y desinterés, el de quienes no aprecian lo suficiente ni al grupo ni a su director, sino sólo a sí mismos y con un puntito de sadismo, en el fondo encuentran interesante que determinada persona sufra un revés serio o incluso que el Coro sufra un revés serio. Cuanto peor, mejor, sería su máxima. Y así van viviendo.


XIII Un buen día cumplí los cuarenta años y hasta los cuarenta y dos y después de perder un embrión chiquitín, me dije que había llegado la hora de volver a parir, pues con tanto Coro y trabajo, hacía mucho que no lo hacía y yo notaba cómo mi cuerpo me lo pedía. Así que me puse en marcha con el proyecto aunque todos me decían que era una locura: - Con lo mayor que estás. Me acordaba de todos los ancestros de quienes me repetían machaconamente la misma canción y lograban que me enfadara a pesar del bienestar interior que sentía y la alegría que me embargaba. - Pues Carolina, la de Mónaco, que tiene mi edad, también está preñada. -Pues ya puedes ir haciéndote la amniocentesis. - Pues esa te la haces tú o tu abuela si quiere, porque a mí no me pinchan en la barriga, que me destrozan mi bebé. - Tú eres tonta - Y tú más... Y al final me hacían llorar. Desde luego, me salí con la mía, no me hice la prueba y tuve mi gazapita. Cuando estaba de tres meses, dejé el Coro para dedicarme a holgazanear que es lo que siempre he hecho durante los embarazos y allí los dejé de la mano de su ángel de la guarda y así marchó la cosa, que cuando pasó el verano, El Jefe me llamó para decirme que él no volvería más al Coro, que lo había dejado. ¿Qué fue aquello, una espantada o un abandono? Las dos cosas, creo. Me sentí abandonada como Neruda, pero al tener mi hija dentro de mi barriga, estaba íntimamente acompañada y no podía haber nada en el mundo que me hiciera perder la alegría. Aún así, consideré la noticia como una de las peores de mi vida de cuarenta años ya cumplidos. Al llegar mi criaturita a los tres años de edad, me encontré con un permiso por estudios, que hizo pensar y decir a las malas lenguas que era más enchufe todavía. Yo en el Coro era la eterna enchufada o peor: Ascendía en el trabajo por vía sexual y me había sacado mis tres oposiciones porque había embrujado o llenado de favores a los cinco por tres: quince miembros del tribunal. Además, los trabajos, artículos, libros y traducciones me los hacían gratis. ¿Habrá en el mundo persona más afortunada? Y encima mi niña pequeña no me salió Down y mira que me lo había estado buscando, aunque si hubiera salido, igualmente la hubiera querido y a poco que razonara, la hubiese integrado en un colegio normal.


XIV Y aproveché ese año sabático para estudiar y para volver con mis hermanos postizos del Coro, que me recibieron con amabilidad, teniendo en cuenta las circunstancias y los muchísimos chismorreos y falsedades que sobre mí se habían propagado, pero ya os advertí al principio de que eran y son hermanos de sangre y leche con todo lo que ello conlleva. Y yo de hermanos entendía mucho, así que le daba la importancia que podía tener, ni un gramito más. El Coro del Seminario sin El Jefe, dejó de ser El Coro del Seminario, digan lo que dijeren y por mucho que tengan registrado el nombre. ¿Qué es un nombre? Flatus Vocis, diría Occam y yo con él. Sin embargo, ¿Qué es un hombre? ¿Y un artista? Alguien insustituible por ser el único igual a sí mismo. Ya no teníamos Jefe ni Estricta. El Vicecosa hacía tiempo que nos había dejado por imposibles. Permanecían Malamoña, La Niña, David y Goliat, Píter, Ginesita, Manoli, Pepín y algunos más de los antiguos. Pero en cierto modo, se notaba un aire de independencia muy agradable. Son las ventajas y desventajas de hacerse adultos, de hacerse mayores e ir creciendo por cuenta propia. El nuevo director, el tercero después del jefe, una vez más andaba preocupado con las contraltos y el primer concierto en que canté después de mi vuelta, lo grabó para ver de qué pie cojeábamos los cantores y las cantoras. Lo primero que constató fue que las contras no somos tan tontas. Por el contrario, había encontrado que sonábamos de miedo, o sea, muy bien. Pero alguien le había ido con un cuento chino al dire, según el cual alguna o algunas de las contraltos, fastidiaba la cuerda a lo bestia. Y otra vez por casualidad, llegó el nuevo dire un día y dijo que tenía que ir probándonos uno por uno, para hacerse una idea de por dónde íbamos. - ¡Venga, tú misma! dijo señalándome. Escoge partitura y ven aquí al lado del piano. Elegí la primera que encontré y fui para allá sin prejuicios ni ideas preconcebidas. Oh! Magnum Misterium et admirabile Sacramentum... Canté unas cuantas frases y cuando empezó a entrarme el pánico escénico, me paré en seco. - Sigue, sigue, que cantas muy bien. - No, es que mira, yo para cantar sola no valgo, no tengo experiencia, ¿Sabes? Y me fui a mi sitio, pero ya nadie más salió a cantar. -Buf, con este Coro, cuántas pruebas te hacen y el caso es que a los demás no... Tengo oposiciones ganadas para dar y regalar. Toma y mira lo que me ha dicho el dire, que canto bien, qué simpático. Otro día nos dijo que íbamos a trabajar por cuerdas y que iba a empezar con nosotras, así que los demás no hacía falta que vinieran al próximo ensayo. Y el día del siguiente ensayo nos encontrábamos Manoli, Elisa, Kikina y yo apoyadas en una mesa grandota y sentadas en sillas de colegial. - Bueno, vamos a hacer ejercicios vocales: Vamos a cantar con la O, a ver cantad, por favor, Ooooo. - Y nosotras repetíamos el sonido - El dire fue eliminando a quienes no lo hacían bien, que se quedaron muy mustias. Al final sólo quedaba yo, que siempre me ganaba un ¡Perfecto! ¡Soberbio! ¡Bravo! ¡Qué Maravilla! Cuando ya terminábamos el ensayo y mis compañeras comenzaron a odiarme en serio, me preguntó el dire: - Oye, ¿nunca te han dicho que cantas bien? Y Manoli: - Uy no, no, no. Y yo: - Bueno sí, mis padres - Pues tienes un don, lo que tú tienes es un don y debes aprovecharlo. - ¡Gracias, muchas gracias! Era la segunda vez que alguien en el Coro del Seminario me felicitaba por mi canto, pero esta vez era el director en persona. Después de diez años, por fin conseguí un aprobado en toda regla, sin ambigüedades y cierto. -¡Aprobada en música! ¡Viva!




FERINA CERILLA.SIGLO XXI